ETA: el fin de la violencia y el inicio de una nueva etapa

Era la tarde del 20 de octubre de 2011 cuando, a las siete en punto, un comunicado estremecía los cimientos de nuestra historia reciente. ETA, tras más de medio siglo de terror, anunciaba el cese definitivo de la violencia. La banda, que durante 50 años había teñido de sangre y miedo las calles, declaraba que las armas, por fin, iban a callar. Un momento largamente esperado, y sin embargo, recibimos la noticia con una mezcla compleja de emociones: alivio, sí, pero también escepticismo. ¿Cómo no tenerlo después de tantas promesas de tregua, tantas falsas esperanzas?

ETA había dejado tras de sí 857 víctimas mortales, vidas truncadas por una violencia que no entiende de razones, que no justifica nada. Durante años, su sombra se extendió sobre toda la sociedad vasca, extorsionando, amenazando, silenciando voces y creando un clima irrespirable de terror. Políticos, militares, policías y civiles se convirtieron en blancos de una organización que, en nombre de la libertad, secuestraba a su propio pueblo.

El comunicado, emitido en las ediciones digitales de Gara y Berria, tanto en euskera como en castellano, hablaba de un «compromiso claro, firme y definitivo» de superar la confrontación armada. Una expresión que intentaba sellar décadas de sufrimiento, como si las palabras pudieran cicatrizar las heridas que han quedado grabadas en la memoria colectiva. El entonces presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, compareció apenas una hora después, subrayando el triunfo «definitivo y sin condiciones» del Estado de derecho. Agradeció la colaboración de Francia y destacó la tenacidad de las fuerzas de seguridad del Estado. Su intervención estuvo marcada por una certeza: la democracia, sin concesiones, había prevalecido. Sin embargo, el dolor de las víctimas también estuvo presente en sus palabras, recordándonos que, aunque la paz era ahora posible, la memoria de los que ya no están acompañará siempre a las generaciones futuras.

Pero, ¿qué significaba realmente ese comunicado? Las asociaciones de víctimas del terrorismo lo calificaron de «fraude», y no es para menos. Las heridas seguían abiertas, y el dolor, aún tan vivo, dificultaba la aceptación de un fin que, a ojos de muchos, llegaba tarde y de manera insuficiente. El escepticismo era palpable entre las fuerzas de seguridad y buena parte de la sociedad. ¿Pondría ETA realmente fin a su actividad? ¿Se entregarían las armas? ¿Responderían ante la justicia? Preguntas que entonces quedaban sin respuesta, en un clima de cautela.

Este no era, desde luego, el primer intento de ETA por abandonar la lucha armada. Desde finales del siglo XX, habíamos visto una y otra vez cómo la banda declaraba altos el fuego y treguas temporales, solo para romperlas de nuevo. Sin embargo, esta vez algo era diferente. Era la primera vez que hablaban de un cese «definitivo». ¿Podíamos creerles? ¿Era el fin real de una pesadilla que había comenzado en 1961? La historia se encargará de juzgarlo, pero aquella tarde de octubre, aunque no lo supiéramos con certeza, había razones para pensar que sí.

Las declaraciones de los líderes políticos reflejaban una mezcla de alivio y cautela. Hubo quienes lo celebraron como una victoria definitiva de la democracia, sin haber tenido que ceder ni un solo milímetro ante el chantaje terrorista. Y no les faltaba razón. El Estado de derecho había resistido, firme, a pesar de los embates. Pero otros, sobre todo quienes habían sufrido más de cerca el horror del terrorismo, se mostraban menos entusiastas. Sabían que las armas podrían callar, pero las cicatrices emocionales y sociales tardarían mucho más en sanar.

ETA había contado, desde la Transición, con el apoyo del brazo político de Herri Batasuna y sus sucesivas mutaciones bajo otros nombres para esquivar la ley. Nunca participaban en los plenos parlamentarios, pero su presencia en las urnas era el recordatorio de que, aunque el conflicto se libraba con bombas y balas, también tenía un eco en el terreno político.

Hoy, cuando miramos hacia atrás, sabemos que aquel 20 de octubre marcó un antes y un después. No fue el fin de las preguntas ni de los retos que nos dejó el terrorismo, pero sí fue el principio de una nueva etapa. Una etapa en la que la violencia dejó de ser el lenguaje de la política y en la que, por fin, podíamos comenzar a hablar de futuro.

El cese de ETA no borró la historia, ni las ausencias que siguen pesando en los corazones de quienes perdieron a un ser querido. Pero, al menos, nos dio la oportunidad de construir algo mejor. Es una oportunidad que no podemos desaprovechar. Ahora, más que nunca, es nuestro deber seguir adelante, con la memoria de las víctimas como guía y con la convicción de que la paz, la verdadera paz, se construye cada día, en cada gesto, en cada decisión.

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