Al amanecer del 15 de octubre de 1917, en un día frío y gris, Margarita Gertrudis Zelle, conocida por todos como Mata Hari, caminó hacia su destino final. Es fácil, y hasta tentador, imaginar que lo hizo con la cabeza alta, lanzando un beso coqueto al pelotón de fusilamiento, desafiando el destino con la misma teatralidad con la que vivió. Nos encanta creer en esos detalles románticos, casi novelescos. Pero la realidad es otra, y como casi siempre, menos heroica y más cruda.
Mata Hari, ese nombre que suena a exótico y misterioso, significa "Ojo del Amanecer" en malayo. Un nombre perfecto para una mujer que se reinventó, que supo utilizar su belleza y su ingenio para abrirse paso en un mundo dominado por hombres. El nombre real, Margarita Gertrudis, carecía de la magia necesaria para una bailarina exótica, y mucho menos para una espía. Pero así como inventó su personaje, Margarita también se enredó en una telaraña de circunstancias que la llevarían a un final trágico, sin velos, sin joyas y, sobre todo, sin un destino glamuroso.
Cuentan las crónicas que fue condenada por espiar para los alemanes durante la Primera Guerra Mundial. Eso de ser espía suena tan atractivo en los relatos de ficción, pero lo cierto es que Margarita, o Mata Hari, no fue ni de lejos una agente maestra. La tachaban de agente doble, H-21 en los registros, pero espió mal y poco. Y lo que es peor: sin verdadera convicción. A Mata Hari no la movían los ideales ni el patriotismo. No era una "femme fatale" al servicio de una causa noble o siniestra; era una mujer que simplemente buscaba dinero, lujo y una vida cómoda. Como resultado, terminó traficando información para ambos bandos, sin darse cuenta de que en esos juegos nadie queda indemne.
El espionaje, ese arte oscuro, no es para los soñadores ni para los despistados. Y Mata Hari lo era. Así, los franceses, necesitados de un chivo expiatorio para justificar sus propios fracasos en el frente, la capturaron, la juzgaron y la condenaron. Claro que el juicio estuvo más cargado de moralismo que de pruebas concretas. Unas pocas conversaciones interceptadas y testimonios endebles bastaron para firmar su sentencia. En plena guerra, a Francia le urgía un símbolo, una traidora a la que culpar por los males del país, y esa mujer, con su reputación licenciosa y su aura de "femme fatale", encajaba perfectamente en el papel.
¿Hizo daño con su espionaje? Lo más probable es que no. Sus deslices informativos no cambiaron el curso de la guerra, ni alteraron la balanza de poder. A lo sumo, sirvieron para satisfacer los egos de los oficiales con los que se codeaba en sus salones de lujo. Sin embargo, para los jueces y militares de la época, eso fue suficiente. Necesitaban sangre, un nombre, y ella era el blanco fácil.
El mito cuenta que los soldados que la fusilaron llevaban los ojos vendados, incapaces de resistir el embrujo de su presencia. La verdad, como suele pasar, es menos poética. No llevaban vendas. Y aunque tampoco lanzara un beso, sí es cierto que fue un mal fusilamiento. De los doce disparos, solo cuatro la alcanzaron, y uno fue el que le atravesó el corazón, transformándola, irónicamente, en el mito que tanto perseguía.
Porque al final, eso fue lo que quedó de Mata Hari: un mito, una figura que inspira canciones, novelas y películas, una historia fascinante que evoca el poder de una mujer en tiempos oscuros. Pero la realidad, la de Margarita Gertrudis Zelle, es mucho menos gloriosa: una mujer atrapada entre sus sueños de grandeza y la cruda verdad de un mundo que la utilizó y luego la desechó.
Eso, al menos, es lo que queda cuando rascamos un poco la superficie. Un fusilamiento mal hecho, una condena mal sustentada y una vida construida sobre la fantasía, rota por la realidad implacable de la guerra.
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