Hay momentos en la historia que definen el alma de un país, que revelan, como si de un espejo se tratara, el verdadero rostro de una sociedad. Uno de esos momentos ocurrió un 1 de octubre de 1931, cuando las Cortes Constituyentes de la recién nacida Segunda República votaron, no sin tensiones, la inclusión del sufragio universal en la nueva Constitución. Un sufragio universal que, por primera vez en la historia de España, reconocía el derecho de las mujeres a votar en igualdad de condiciones que los hombres. Sí, parece ahora casi irónico que algo que hoy damos por sentado fuese, en su momento, objeto de acalorado debate, de recelos y, sobre todo, de excusas enrevesadas.
Porque esta no era la primera vez que se hablaba de voto femenino. De hecho, ya en 1924, bajo la dictadura de Primo de Rivera, las mujeres, o mejor dicho, algunas mujeres, obtuvieron el derecho al voto. Fue una concesión envenenada: solo las que fueran cabeza de familia y únicamente en elecciones municipales, que jamás llegaron a celebrarse. Un primer paso, sí, pero con una trampa que hoy nos parece una broma de mal gusto. Si retrocedemos aún más, hasta 1877, descubrimos que ya entonces se había debatido sobre el sufragio femenino, aunque, por supuesto, con condiciones. Solo las viudas con capacidad económica para contribuir al Estado tendrían derecho a votar. En otras palabras, el voto como privilegio, no como derecho. Era el sello de una época en la que lo conservador y lo tradicional dictaban las normas del juego.
Lo verdaderamente revolucionario del debate de 1931 no fue que se concediera el derecho al voto a las mujeres, sino que se hiciera sin cortapisas, sin requisitos económicos, sin subterfugios que limitasen a unas pocas. Y ahí es donde entra la figura de dos mujeres que, aunque defendían el mismo ideal de igualdad, lo hicieron desde posiciones radicalmente opuestas. Victoria Kent, del Partido Republicano Socialista Radical, quien, paradójicamente, se opuso al sufragio femenino alegando que las mujeres españolas no estaban listas, que su voto inclinaría la balanza hacia los partidos conservadores. La emoción, no la reflexión, dominaba el pensamiento femenino, o eso creía Kent. Es irónico que fuese precisamente ella, una mujer que había alcanzado el poder gracias al voto pasivo, quien tratara de frenar el voto activo de sus congéneres.
En el otro lado del ring estaba Clara Campoamor, una mujer cuya tenacidad y convicción no solo la llevaron a defender el sufragio femenino, sino a hacerlo sin concesiones, sin paternalismos. Para Campoamor, la lucha por los derechos de la mujer no admitía medias tintas. No había que esperar a que las mujeres estuvieran "preparadas" para votar; había que concederles el derecho y confiar en su capacidad para ejercerlo. Al final, su postura prevaleció: el 1 de octubre de 1931, con 161 votos a favor y 121 en contra, el sufragio femenino quedó consagrado en el artículo 36 de la Constitución.
Aquel voto, aquel sí de la mayoría parlamentaria, supuso un punto de no retorno. Por primera vez en la historia, España reconocía a sus mujeres como ciudadanas plenas, con los mismos derechos electorales que los hombres. No fue un camino fácil, ni mucho menos. Aún hubo quien se atrincheró tras argumentos que hoy nos suenan ridículos, como los de Roberto Novoa, quien defendía que las mujeres eran incapaces de reflexión crítica y estaban dominadas por la emoción. Pero aquel 1 de octubre de 1931, la lógica y la justicia prevalecieron.
El resultado de esa votación se materializó en las elecciones generales de 1933, cuando todas las mujeres mayores de 23 años pudieron votar por primera vez. Fue un hito, un paso de gigante hacia una democracia más inclusiva y equitativa. Porque la historia no solo se construye con gestos grandilocuentes, sino también con pequeños avances que, como el derecho al voto femenino, cambian para siempre la vida de una sociedad.
Hoy, desde la distancia de casi un siglo, seguimos mirando aquel momento como un símbolo de lo que somos capaces de lograr cuando la justicia, la igualdad y la valentía marcan el rumbo. No debemos olvidar que cada derecho que hoy disfrutamos fue conquistado por aquellos que no aceptaron el "todavía no es el momento" como excusa para la inacción. Y fue Clara Campoamor quien, en aquella batalla parlamentaria, nos demostró que el momento para la igualdad es siempre ahora.
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