Caída del Imperio Romano


¡Ay, Roma! Cuántas veces habremos visto su caída en el cine y la tele, con los bárbaros en modo Atila, lanzando gritos y hachazos mientras el pobre Imperio romano, ya viejuno y renqueante, se desmoronaba como un castillo de arena en pleno temporal. Pero claro, la historia de verdad siempre es un pelín más compleja que un videoclub de domingo por la tarde, y la caída del Imperio romano no fue, ni de lejos, un desplome súbito y dramático. Fue más bien un proceso largo, penoso y salpicado de malas decisiones, pactos cuestionables y un pelín de apatía generalizada.
Para empezar, conviene aclarar que para cuando Odoacro, un jefe bárbaro con nombre de villano de cómic, decide darle la patada definitiva a Rómulo Augústulo en el 476, el Imperio romano de Occidente ya llevaba décadas haciendo la croqueta cuesta abajo. Vamos, que el joven Rómulo ni era un emperador de los de verdad, ni nadie le hizo una despedida en condiciones. Lo de su deposición fue más una anécdota que otra cosa; los romanos ya estaban a otras cosas, como no morir de hambre o de un bárbaro enfadado.
Resulta que el Imperio había decidido en algún momento que la mejor estrategia para lidiar con los pueblos bárbaros era abrir la caja de Pandora del “tú me dejas en paz y yo te doy tierras”. Así empezaron los pactos con tribus de lo más variopintas, desde godos hasta francos, pasando por alanos y suevos. "Bárbaros", les llamaban los romanos, un nombre que suena a insulto, pero que a lo mejor, visto el panorama, era más bien una etiqueta un poco injusta. Porque los "bárbaros" no es que invadieran y saquearan sin ton ni son, es que simplemente aprovecharon el momento para asentarse en territorios donde ya nadie les iba a plantar mucha cara.


Eso sí, el Imperio no se cayó solo por los bárbaros, aunque en los libros de historia a veces parezca que los pobrecitos romanos fueron víctimas de hordas descontroladas. No, el desaguisado romano tiene más que ver con una serie de meteduras de pata y unas instituciones que, básicamente, dejaron de funcionar. Las legiones ya no eran lo que eran, la economía se fue por el desagüe, y la política exterior se volvió un caos de acuerdos inservibles y traiciones constantes. Y por si fuera poco, el personal romano de a pie estaba ya un poco hasta el casco de bronce de tanto rollo imperial y decidió que, si había que aguantar la misma miseria bajo un romano que bajo un visigodo, pues que le daba lo mismo. ¡Viva la diversidad, que le llaman ahora!
Eso sí, cuando Alarico y sus visigodos decidieron saquear Roma en 410, lo hicieron con una eficacia digna de un equipo de mudanzas exprés. Se llevaron hasta los clavos de las puertas, pero no lo hicieron por maldad pura, sino porque, a ver, tampoco había otra forma de que Roma los tomara en serio. Eran tiempos duros, y en los negocios de la época, o sacabas el hacha o te quedabas sin clientela.


En fin, Roma cayó porque ya no podía mantenerse en pie. Si le preguntamos a los bárbaros, ellos simplemente llegaron y se acomodaron. Y entre tanto jaleo, quienes supieron hacer de tripas corazón fueron los señores de la Iglesia, que se quedaron con el testigo del Imperio y se encargaron de contar la historia a su manera. Mientras tanto, el Imperio Oriental, o Bizancio para los amigos, decidió seguir su camino y durar un rato más.
Así que, cuando miramos la caída de Roma, lo que vemos no es un colapso estruendoso, sino más bien un imperio cansado, como aquel vecino que lleva media vida sin arreglar el jardín y un día simplemente decide mudarse. Los bárbaros no lo destruyeron; solo aprovecharon las rebajas.

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