Imaginemos, un invierno ruso, de esos que congelan hasta el alma, y añadimos a la mezcla una invasión nazi. Nada agradable, ¿verdad? Pues eso fue precisamente lo que vivieron los habitantes de Leningrado durante casi 900 días de un asedio implacable. Cuando la Wehrmacht decidió que la ciudad símbolo de la Revolución de Octubre debía ser borrada del mapa, los leningradenses se plantaron y dijeron: “De aquí no nos movemos”. Y vaya que no lo hicieron.
En julio de 1941, los alemanes estaban ya a 150 kilómetros de la ciudad. Y ahí empezaron a apretar la soga. ¡Ojo! Que no hablamos de un pequeño cerco; era una estrangulación a conciencia, lenta y dolorosa. Para septiembre, Leningrado estaba completamente aislada, y cualquier contacto con el exterior era más una ilusión que una realidad. Solo el lago Ladoga y el golfo de Finlandia ofrecían un resquicio de comunicación, pero hasta eso era casi imposible. Los finlandeses y alemanes se aseguraron de que si alguien intentaba asomarse por ahí, se lo pensara dos veces.
¿Qué hacer entonces? Pues no quedaba otra que arremangarse y ponerse manos a la obra. Más de un millón de ciudadanos, con una mezcla de valentía y desesperación, se lanzaron a cavar trincheras, levantar barricadas y lo que hiciera falta. Obreros de fábricas, mujeres, ancianos y hasta niños se convirtieron en improvisados soldados de una guerra que, en muchos aspectos, ya parecía perdida. Porque claro, las bombas no cesaban, la munición escaseaba, y la comida... bueno, la comida se convirtió en un sueño lejano. Si el pan negro era el colmo, esperad a saber que, en pleno invierno, los leningradenses se zampaban desde medicinas hasta cuero, pasando por pintura y papel. Y no nos engañemos, hubo quien llegó al extremo de la antropofagia, porque cuando el estómago ruge y no hay más remedio, los límites se difuminan.
La cosa se puso aún más cruda cuando, en enero de 1942, 100.000 personas murieron de hambre en un solo mes. ¿Imaginamos caminar por las calles y ver cadáveres apilados en las aceras? Pues esa era la “normalidad” de Leningrado. Pero a veces, los giros inesperados dan un respiro, y en diciembre de ese año, el Ejército Rojo logró abrir una pequeña ventana de esperanza al restablecer la línea Tijvin-Volkov. Claro, la ayuda que llegaba era poca, pero como se suele decir, “menos da una piedra”.
La moral de los sitiados se elevó un poco más cuando llegó la noticia del triunfo en Stalingrado en enero de 1943. Fue como si, de repente, el viento soplara a favor. El Ejército Rojo, envalentonado, decidió pasar al ataque, rompiendo el cerco y abriendo una conexión ferroviaria con Moscú. Pero los alemanes no se iban a rendir sin más. Las bombas seguían cayendo, y las zonas civiles se convirtieron en los blancos preferidos de la Luftwaffe, intentando sembrar el caos y el pánico.
Finalmente, el 14 de enero de 1944 comenzó la batalla definitiva por la liberación de Leningrado. Casi un mes después, la ciudad respiró libre por primera vez en 900 días. Fueron jornadas de lucha, sufrimiento y muerte, pero también de una resistencia que pocos podían imaginar.
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