Golpe de Estado del General Primo de Rivera

Jornada dedicada a los salvapatrias la del 13 de septiembre de 1923, el día en que Miguel Primo de Rivera dio su peculiar golpe de Estado. ¡España! Siempre con su arte de tropezar con la misma piedra. Si uno piensa que solo en el siglo XXI vemos crisis políticas y líderes que buscan atajos con golpes de efecto, o más bien de Estado, hace falta recordar aquel bonito episodio protagonizado por un tal Miguel Primo de Rivera.

En 1923, el general de turno decidió que ya estaba bien de tanta corruptela, tanto desorden y tanto caos, y se plantó en Barcelona el 13 de septiembre como si fuera el salvador de la patria. Y lo hizo, cómo no, mientras Alfonso XIII, rey de vacaciones y de oídos sordos, miraba al mar en San Sebastián, como quien no quiere la cosa. El rey tuvo la oportunidad de parar los pies al militar, ¡claro que la tuvo! Pero, en lugar de eso, decidió que mejor dejaba correr el tema, no fuera a ser que le tocaran demasiado la corona. Y cuando decidió intervenir, no fue precisamente para frenar el golpe, sino para darle su bendición al Directorio Militar que Primo de Rivera instaló como quien monta un chiringuito en la playa. Porque, para qué complicarse, ¿verdad? Si al final, a Alfonso XIII no le venía nada mal eso de una "mano dura" que le arreglara un poco su patio de recreo.

Primo de Rivera, impactado aún por las miserias del 98 y por un cúmulo de desastres nacionales —porque a España no se le da bien eso de los éxitos—, veía el país como un desastre sin arreglo. Con la Iglesia peleando por su cuota de poder, los militares que intervenían más de lo que debían, los anarquistas haciendo ruido, y la guerra de Marruecos desangrando a la nación, el general decidió que él sí que iba a poner orden. Bueno, orden al estilo Mussolini, que era lo que estaba de moda entonces; ya se sabe, un poquito de fascismo por aquí, un discursito contra los "profesionales de la política" por allá, y listo, ya tenemos un cóctel para atraer a la burguesía catalana y a todo aquel que andaba harto de la vieja política. El acuerdo al que llegaron rey y militar era que pondrían el país en orden en tres o cuatro meses, harían una limpia de políticos corruptos, solucionarían la sangría del ejército en Marruecos y luego España elegiría a sus gobernantes como Dios manda. ¿Alguien conoce a algún dictador con palabra? Pues eso. Seis años costó apearlo del poder. 

Primo de Rivera era un militar metido a político, a mal político. Carecía de ideología y sólo tenía un patriotismo exacerbado y un fervor enfermizo hacia la monarquía, dos cosas absolutamente contraproducentes para hacer buena política. Al principio, consiguió el apoyo de todos, pero porque a todos prometía cosas que puestas todas juntas eran incompatibles. Pactó con los catalanistas, con los españolistas, con los liberales, con los radicales, con los que querían abandonar la guerra de Marruecos, con los que querían seguir... con todos.Y luego empezó a liarla: prohibió el catalán, continuó en Marruecos, sustituyó a todos los gobernadores civiles por militares, disolvió todos los Ayuntamientos, desterró a Unamuno... Al final, acabó con todo el mundo en contra: intelectuales, políticos y militares. Y ahora la parte buena: España vivió en aquellos locos años veinte uno de sus mejores momentos económicos durante la dictadura, ayudado qué duda cabe, por la bonanza económica que vivía Europa. Pero el mérito no fue del Primo, fue del Calvo. De José Calvo Sotelo, el ministro de Hacienda que manejó los dineros con mucho más arte que el general el país.

El golpe de Primo de Rivera, como tantos otros, acabó donde acaban casi todos: en nada. El general se quedó fuerzas en 1930, dimitió y se fue a París a reflexionar —o a lo que fuera que hacen los exdictadores en sus retiros—. Y así se cerró otro capítulo más de la historia patria, que, si algo nos enseña, es que la historia en España no se repite, sino que se enreda sobre sí misma en una espiral de golpes, caídas y vueltas al mismo punto. Y aquí seguimos, a ver si algún día aprendemos la lección.

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