La historia tiene momentos que parecen precipitarse con una velocidad inusitada, y uno de ellos fue la disolución de la Unión Soviética en 1991. En un abrir y cerrar de ojos, un imperio que durante décadas había desafiado al mundo occidental, que había estado en el centro de la Guerra Fría y que había exportado su ideología comunista a los rincones más recónditos del planeta, simplemente dejó de existir. Las políticas de Mijaíl Gorbachov, el último líder de la URSS, con su perestroika y glasnost, no fueron suficiente para evitar el colapso, sino que más bien aceleraron la implosión del sistema.
Gorbachov llegó al poder con la intención de reformar un sistema agotado y corrupto, intentando un equilibrio casi imposible: mantener las bases del comunismo soviético mientras liberalizaba la economía y la sociedad. Sin embargo, el viejo aparato soviético estaba demasiado corroído por la ineficiencia y la apatía. Cada paso hacia adelante generaba un empuje hacia atrás por parte de los sectores más ortodoxos y nacionalistas, que veían las reformas como una amenaza existencial. Gorbachov se encontró atrapado en un laberinto sin salida, incapaz de formar la coalición política que necesitaba para sostener sus ambiciones.
El golpe de Estado de agosto de 1991, orquestado por los elementos más conservadores del Partido Comunista, fue la señal de que el fin estaba cerca. Aunque fracasó, dejó claro que el control de Gorbachov sobre el país era puramente nominal. Las repúblicas soviéticas, que hasta entonces habían sido subordinadas a Moscú, comenzaron a ver su oportunidad y, una tras otra, declararon su independencia. Las potencias occidentales, que durante tanto tiempo habían enfrentado a la Unión Soviética, rápidamente reconocieron la soberanía de los Estados bálticos —Estonia, Letonia y Lituania— como un primer paso simbólico hacia el desmantelamiento del imperio.
Mientras el país se desmoronaba, la economía seguía cayendo en picado. El hambre y la escasez de alimentos recordaban a los rusos los peores tiempos de la Segunda Guerra Mundial, y los supermercados vacíos se convirtieron en la imagen cotidiana de un país que se desvanecía ante sus propios ojos. En medio de este caos, Boris Yeltsin, el presidente de la entonces República Soviética Rusa, se erigió como la figura decisiva que terminaría por firmar la sentencia de muerte de la Unión Soviética.
El Tratado de Belovezh, firmado el 8 de diciembre de 1991 por Rusia, Bielorrusia y Ucrania, marcó oficialmente la disolución de la URSS y la creación de la Comunidad de Estados Independientes (CEI). Aunque Gorbachov intentó resistir describiendo el tratado como un golpe inconstitucional, la realidad era que no había marcha atrás. Rusia, la mayor de las repúblicas soviéticas, aceptó formalmente su secesión y el país que durante casi 70 años había sido una superpotencia quedó reducido a fragmentos. Para el 21 de diciembre, la firma del Protocolo de Alma Ata confirmó la desaparición de la Unión Soviética, y la bandera roja con la hoz y el martillo ondeó por última vez sobre el Kremlin.
El 25 de diciembre, Gorbachov dimitió, y con su marcha, la presidencia de la URSS quedó extinguida. Ese día, la historia cambió de rumbo de manera irreversible. La antigua superpotencia ya no existía y el mapa geopolítico del mundo se redibujó con rapidez. Lo que siguió fue una época de incertidumbre, no solo para las nuevas repúblicas independientes, sino para el mundo entero, que ahora debía adaptarse a un orden global sin la sombra omnipresente de la URSS.
El fin de la Unión Soviética no fue solo la desaparición de un país, sino el colapso de una idea. Un experimento político y social que, tras décadas de confrontación con Occidente, terminó sucumbiendo a sus propias contradicciones internas. Y aunque muchos en Occidente celebraron la caída del telón de acero, para millones de personas en el antiguo bloque soviético, el fin de la URSS significó una dolorosa y caótica transición hacia un futuro incierto. El coloso soviético, finalmente, se desmoronó, dejando tras de sí un legado de esperanzas frustradas, recuerdos de grandeza y la difícil tarea de construir algo nuevo a partir de las cenizas del pasado.
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