El 5 de septiembre de 1972, la historia del deporte y del mundo cambió para siempre en la Villa Olímpica de Múnich. Los Juegos, que hasta entonces habían sido un escaparate de paz, unidad y la promesa de una humanidad mejor, se vieron manchados por un acto de terror que nadie pudo prever y que dejó una herida abierta en la conciencia global.
Aquella madrugada, mientras el mundo dormía con la imagen fresca de los triunfos de atletas como Mark Spitz y Olga Korbut, ocho terroristas palestinos de la organización Septiembre Negro irrumpieron en los dormitorios del equipo israelí. Armados con granadas y fusiles Kalashnikov, secuestraron y asesinaron a once deportistas israelíes y a un policía alemán. La brutalidad del ataque, y la torpe e ineficaz respuesta de las autoridades alemanas, se convirtieron en el punto de no retorno que inauguró una nueva y oscura era de terrorismo internacional.
Para Alemania, los Juegos Olímpicos de Múnich no solo eran una oportunidad para mostrar al mundo una nueva cara, distinta de la que había marcado los Juegos de Berlín de 1936 bajo el yugo nazi, sino también una prueba de su renacimiento como una nación democrática y en paz. Pero la utopía de los “Juegos de la Paz y la Alegría” se desmoronó en cuestión de horas, en una crisis transmitida por satélite a millones de hogares en todo el mundo, en lo que fue uno de los primeros eventos verdaderamente globales de la televisión moderna.
El ataque en Múnich fue un golpe a la inocencia colectiva. La villa olímpica, ese santuario de la concordia y la competencia pacífica, se vio violentamente transformada en un escenario de muerte y desesperación. Y lo más doloroso: el terror se metió en los hogares, en las conciencias, en las conversaciones familiares. Fue un aviso brutal de que la violencia y el extremismo podían alcanzar cualquier rincón del mundo, incluso el más improbable.
El operativo de rescate fallido en el aeropuerto de Fürstenfeldbruck es uno de los episodios más controvertidos y criticados de aquella tragedia. La inexperiencia de las fuerzas de seguridad alemanas, la falta de coordinación, y la mala ejecución llevaron a un desenlace trágico que no solo costó la vida de los rehenes, sino que minó la confianza internacional en la capacidad de Alemania para garantizar la seguridad en un evento de tal magnitud. Las críticas de las organizaciones sionistas y de la comunidad internacional no tardaron en llegar, señalando una cadena de errores y una alarmante falta de previsión.
Pero más allá de las críticas, lo que Múnich nos dejó fue la certeza amarga de que el deporte, esa manifestación humana destinada a unir y celebrar la diversidad, no estaba exento de ser usado como escenario de odio y violencia. Desde aquel fatídico 5 de septiembre, cada evento deportivo internacional lleva consigo un recuerdo tácito de Múnich, una cautela silenciosa y una seguridad reforzada hasta lo indecible.
La matanza de Múnich no solo fue un acto de terror, sino una declaración de la llegada de un nuevo tipo de guerra, una en la que la espectacularidad del acto violento y su capacidad para captar la atención mundial se convertían en armas por sí mismas. Los once atletas israelíes asesinados no fueron solo víctimas de Septiembre Negro; se convirtieron en símbolos de una lucha global que persiste hasta nuestros días, reflejada en la sombra del 11 de septiembre en Nueva York y en tantos otros episodios que han marcado las últimas décadas.
Hoy, más de medio siglo después, el recuerdo de Múnich sigue siendo un recordatorio doloroso de que, incluso en los momentos de celebración y alegría, la oscuridad puede colarse inesperadamente. Y aunque no podemos cambiar el pasado, la memoria de los caídos nos exige estar vigilantes, luchar por la paz y nunca olvidar que, en la historia del ser humano, cada vida perdida es una pérdida para todos.
Múnich no solo nos dejó un reguero de lágrimas y preguntas sin respuesta, sino también una advertencia: la paz, tan ansiada y frágil, requiere de todos nosotros un compromiso constante y un rechazo absoluto a la violencia en todas sus formas.
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