Espartero asume la jefatura del Gobierno, antesala de su regencia


En 1840 la regente María Cristina, que en su momento fue venerada como si hubiera salvado al país de todas las calamidades, se encontró con el general Baldomero Espartero, un personaje que no estaba precisamente para tonterías. Este hombre, que se había hecho un hueco en el panorama político y militar a base de dar por todos los lados, no era de los que se contentaban con títulos nobiliarios. Que sí, que le pusieron el lazo de duque de la Victoria, duque de Morella y más títulos de esos que suenan muy pomposos, pero a él lo que realmente le interesaba era mndar.

Espartero no era tonto y ya había olido a distancia que la cosa de la Regencia olía a chamusquina. La madre de Isabel II, María Cristina de Borbón-Dos Sicilias, había perdido crédito con el pueblo. Y no solo por su falta de tino político, sino porque casarse en secreto con un guardia personal, el tal Fernando Muñoz, no le hacía ningún favor a su imagen. El matrimonio morganático —así se le llama a esas bodas de "¡Ay, qué dirán!"— no era muy popular que digamos. La pobre Cristinita, que empezó siendo la gran heroína para muchos, acabó cayendo en desgracia.

En medio de este caos aparece Espartero, a quien ya le habían endosado unas cuantas responsabilidades militares, como si fuera un bombero apagando incendios por toda España. Lo suyo era ganar guerras: en Luchana, Bilbao, Morella… vamos, que donde ponía el pie, las tropas carlistas salían por patas. Pero lo militar no le bastaba, no señor. Cuando el desorden político ya era insostenible y los gobiernos duraban menos que un caramelo a la puerta de un colegio, Espartero pensó: "Aquí hace falta alguien con mano firme". Y vaya si lo hizo.

Primero se colocó como presidente del Consejo de Ministros el 16 de septiembre de 1840, pero con el descaro que lo caracterizaba, no se conformó con eso. A finales de mes, Espartero ya había mandado a María Cristina a hacer las maletas. La reina madre no tuvo más remedio que marcharse, resignada, cediendo el poder de la regencia a este militar que, entre batalla y batalla, ya se había hecho un nombre.

Así que ahí lo tienes, Espartero, el que nunca decía no a una buena pelea, ahora con el bastón de mando en la mano. ¿Qué había pasado para que todo el poder acabara en manos de este hombre? Sencillo: no solo era un hábil militar, sino que también sabía moverse en las aguas turbias de la política. Aprovechó la inestabilidad, el desprestigio de la regente y el respaldo del Partido Progresista para colocarse en la cima. Porque claro, cuando alguien se ha acostumbrado a ganar en el campo de batalla, ¿cómo no va a querer gobernar?

Espartero pasó de héroe militar a regente, aunque la historia nos enseña que tampoco es que le fuera todo viento en popa después de eso. Pero, de momento, en 1840, era el gran salvador de una España que seguía tambaleándose entre la monarquía y las guerras civiles, siempre buscando a alguien que viniera a "arreglar" las cosas. Y Espartero, con su temple de hierro y su "aquí mando yo", se había erigido como la última esperanza. O eso creía él.

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