Muere Alfonso I el Batallador

Era 7 de septiembre de 1134 y Alfonso I de Aragón y Pamplona, conocido como el Batallador, se enfrentaba a su última batalla. No lo sabía aún, pero aquel combate en la campaña de Fraga sería su San Martino. ¿Cómo había llegado a este punto un rey que, más que gobernar, había vivido con la espada en la mano? Pues de la única manera que sabía: guerreando. Porque si algo le sobraba al bueno de Alfonso, además de enemigos, eran ganas de pelea. A ver, que no era Alfonso un hombre de esos de abrazar olivos y susurrar poesías. Lo suyo era más de espada, yelmo y arremeter contra todo lo que se moviera, fuera moro, cristiano, francés o lo que se le pusiera por delante. Con su afán expansionista, se la tenía jurada a medio mundo: gallegos, castellanos, musulmanes, catalanes, franceses y navarros; a veces, todos a la vez. Porque, en la Edad Media, en la Península Ibérica, la convivencia no estaba precisamente de moda.

Alfonso, que empezó a gobernar en 1104 y se tiró 30 años dale que te pego a la Reconquista (si lo podemos llamar así), había duplicado sus dominios y metido en su saco el valle del Ebro y, con él, Zaragoza y un buen pedazo más de terreno. Lo de Alfonso no era ganar batallas; era jugar al Monopoly medieval, con la diferencia de que aquí, en lugar de hoteles, se ponían castillos, y el que te caía encima no pagaba alquiler, sino que sacaba la espada y a ver quién de los dos quedaba en pie.

Alfonso no se contentó con lo conseguido. Como buen expansionista, tenía los ojos puestos en más allá de los Pirineos. La cosa era seguir expandiendo en nombre de la Reconquista y, si para ello había que tomar Bayona a costa de enfadar a los pamploneses, pues que se enfaden. Que para eso él era el rey, y de lo que mandaba un rey no se discutía, o al menos no a la cara. Después de aquello, aún tuvo tiempo de mirar hacia el este e intentar conquistar Fraga, pero el destino (o más bien una sorpresa de los musulmanes) le tenía preparada su última cita. Herido de muerte en la batalla, Alfonso se retiró a recomponer lo que quedaba de él y de su ejército, pero 50 días después, en un lugar llamado Poleñino, colgó la espada para siempre.

Pero claro, ser un buen guerrero no siempre te hace un buen político. ¿Y si no que se lo pregunten a los nobles navarros y aragoneses? Que ahí donde le ves, Alfonso, con todo su porte de rey, hizo un testamento que fue como tirar una bomba en la corte. “Que todo lo herede Dios y todos sus santos”, dejó escrito. Y ahí se quedaron los nobles, con cara de póker y una lista de reclamaciones que ríete tú del buzón de quejas de Mercadona. Porque a los nobles no les hacía ninguna gracia que, de un plumazo, el Batallador entregara el reino a los templarios y hospitalarios, dejando a sus leales sin nada a lo que agarrarse. Aquello era un desastre de proporciones bíblicas. Lo que empezó como un testamento "por si acaso" se convirtió en un caos monumental: desmembración del reino, ruptura de Navarra y, para poner la guinda, una inestabilidad política que te hacía desear que viniera alguien a poner orden, aunque fuera a golpe de maza.

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