Adiós al TOP: el último suspiro del franquismo

España, 1977. En el aire todavía se respira el incienso rancio del franquismo, mientras los primeros rayos de luz democrática asoman entre las grietas de un régimen que se desmorona. En este contexto de transición incierta, el 5 de enero marca un hito significativo: la disolución del Tribunal de Orden Público (TOP), una de las instituciones más temidas y eficaces del aparato represivo franquista. Un símbolo, casi una metáfora, del declive final de un régimen que, hasta su último aliento, no supo desligarse del miedo como herramienta de control.

El TOP, creado en 1963 por el generalísimo Francisco Franco, no fue un tribunal cualquiera. Fue el guardián legal de los principios de un régimen que se sabía anacrónico, el martillo con el que se aplastaba cualquier intento de cambio. Nació como heredero del Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y el Comunismo —otra reliquia de los años más oscuros—, pero su misión era mucho más amplia: perseguir, silenciar y castigar toda forma de disidencia política bajo el pretexto de “proteger el orden público”.

Los tribunales de un solo delito

Aunque la lista de delitos que podía juzgar el TOP era extensa, desde rebelión y sedición hasta propagandas ilegales, amenazas o allanamientos de morada, en la práctica operó casi exclusivamente contra un enemigo: la política. En sus trece años de funcionamiento, el TOP se erigió como el verdugo de los movimientos sociales y políticos que comenzaban a reclamar una España distinta. Su actuación en casos emblemáticos, como el “Proceso 1.001” contra Marcelino Camacho y otros líderes sindicales de Comisiones Obreras, consolidó su reputación como el brazo judicial de un régimen que no admitía fisuras.

La transición exige gestos

Pero los tiempos estaban cambiando, incluso para el franquismo. La muerte de Franco en 1975 y la coronación de Juan Carlos I inauguraron una etapa de ajustes acelerados, muchas veces forzados por la presión social. La amnistía parcial para presos políticos, la legalización del Partido Comunista de España (PCE) y la convocatoria de elecciones generales eran pasos inevitables en una transición que caminaba sobre un alambre. La disolución del TOP, refrendada por Adolfo Suárez, era más que una medida administrativa: era un gesto político necesario para desmontar simbólicamente la maquinaria represiva del régimen.

El decreto que puso fin al TOP no borraba su legado, ni despenalizaba de un plumazo los delitos que había perseguido. Simplemente transfería su competencia a los tribunales ordinarios, despojándolos del peso ideológico que impregnaba cada sentencia del TOP. Era un cambio modesto, pero en el contexto de 1977, significaba mucho más.

Más allá del decreto

La desaparición del TOP no fue solo un acto jurídico; fue una declaración de intenciones. Era la forma en que un país, que todavía cargaba con el lastre de su pasado, intentaba abrirse camino hacia un futuro incierto. En un periodo donde todo parecía posible, pero nada estaba asegurado, la supresión de este tribunal era también un aviso a navegantes: la democracia llegaba para quedarse, aunque todavía tuviera que lidiar con los fantasmas de un régimen que no terminaba de morir.

Porque, al final, la disolución del TOP no era solo el cierre de un tribunal. Era el principio del fin de una forma de entender el poder y el miedo. Y, en ese sentido, fue una victoria, aunque fuera solo una de las primeras.

ETA: el fin de la violencia y el inicio de una nueva etapa

Era la tarde del 20 de octubre de 2011 cuando, a las siete en punto, un comunicado estremecía los cimientos de nuestra historia reciente. ETA, tras más de medio siglo de terror, anunciaba el cese definitivo de la violencia. La banda, que durante 50 años había teñido de sangre y miedo las calles, declaraba que las armas, por fin, iban a callar. Un momento largamente esperado, y sin embargo, recibimos la noticia con una mezcla compleja de emociones: alivio, sí, pero también escepticismo. ¿Cómo no tenerlo después de tantas promesas de tregua, tantas falsas esperanzas?

ETA había dejado tras de sí 857 víctimas mortales, vidas truncadas por una violencia que no entiende de razones, que no justifica nada. Durante años, su sombra se extendió sobre toda la sociedad vasca, extorsionando, amenazando, silenciando voces y creando un clima irrespirable de terror. Políticos, militares, policías y civiles se convirtieron en blancos de una organización que, en nombre de la libertad, secuestraba a su propio pueblo.

El comunicado, emitido en las ediciones digitales de Gara y Berria, tanto en euskera como en castellano, hablaba de un «compromiso claro, firme y definitivo» de superar la confrontación armada. Una expresión que intentaba sellar décadas de sufrimiento, como si las palabras pudieran cicatrizar las heridas que han quedado grabadas en la memoria colectiva. El entonces presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, compareció apenas una hora después, subrayando el triunfo «definitivo y sin condiciones» del Estado de derecho. Agradeció la colaboración de Francia y destacó la tenacidad de las fuerzas de seguridad del Estado. Su intervención estuvo marcada por una certeza: la democracia, sin concesiones, había prevalecido. Sin embargo, el dolor de las víctimas también estuvo presente en sus palabras, recordándonos que, aunque la paz era ahora posible, la memoria de los que ya no están acompañará siempre a las generaciones futuras.

Pero, ¿qué significaba realmente ese comunicado? Las asociaciones de víctimas del terrorismo lo calificaron de «fraude», y no es para menos. Las heridas seguían abiertas, y el dolor, aún tan vivo, dificultaba la aceptación de un fin que, a ojos de muchos, llegaba tarde y de manera insuficiente. El escepticismo era palpable entre las fuerzas de seguridad y buena parte de la sociedad. ¿Pondría ETA realmente fin a su actividad? ¿Se entregarían las armas? ¿Responderían ante la justicia? Preguntas que entonces quedaban sin respuesta, en un clima de cautela.

Este no era, desde luego, el primer intento de ETA por abandonar la lucha armada. Desde finales del siglo XX, habíamos visto una y otra vez cómo la banda declaraba altos el fuego y treguas temporales, solo para romperlas de nuevo. Sin embargo, esta vez algo era diferente. Era la primera vez que hablaban de un cese «definitivo». ¿Podíamos creerles? ¿Era el fin real de una pesadilla que había comenzado en 1961? La historia se encargará de juzgarlo, pero aquella tarde de octubre, aunque no lo supiéramos con certeza, había razones para pensar que sí.

Las declaraciones de los líderes políticos reflejaban una mezcla de alivio y cautela. Hubo quienes lo celebraron como una victoria definitiva de la democracia, sin haber tenido que ceder ni un solo milímetro ante el chantaje terrorista. Y no les faltaba razón. El Estado de derecho había resistido, firme, a pesar de los embates. Pero otros, sobre todo quienes habían sufrido más de cerca el horror del terrorismo, se mostraban menos entusiastas. Sabían que las armas podrían callar, pero las cicatrices emocionales y sociales tardarían mucho más en sanar.

ETA había contado, desde la Transición, con el apoyo del brazo político de Herri Batasuna y sus sucesivas mutaciones bajo otros nombres para esquivar la ley. Nunca participaban en los plenos parlamentarios, pero su presencia en las urnas era el recordatorio de que, aunque el conflicto se libraba con bombas y balas, también tenía un eco en el terreno político.

Hoy, cuando miramos hacia atrás, sabemos que aquel 20 de octubre marcó un antes y un después. No fue el fin de las preguntas ni de los retos que nos dejó el terrorismo, pero sí fue el principio de una nueva etapa. Una etapa en la que la violencia dejó de ser el lenguaje de la política y en la que, por fin, podíamos comenzar a hablar de futuro.

El cese de ETA no borró la historia, ni las ausencias que siguen pesando en los corazones de quienes perdieron a un ser querido. Pero, al menos, nos dio la oportunidad de construir algo mejor. Es una oportunidad que no podemos desaprovechar. Ahora, más que nunca, es nuestro deber seguir adelante, con la memoria de las víctimas como guía y con la convicción de que la paz, la verdadera paz, se construye cada día, en cada gesto, en cada decisión.

Luis VI y el curioso edicto porcino

¡Tal día como hoy, menudo lío se armó por culpa de un tocino! Ya sabemos que en la Edad Media había cosas raras, pero lo que pasó aquel 13 de octubre de 1131 está en la lista de sucesos más insólitos de la historia, y todo gracias a un pobre cochino que tuvo la mala (y gorda) suerte de cruzarse en el camino equivocado. Bueno, para ser exactos, se cruzó en el camino del primogénito de Luis VI, el joven Felipe, mientras este cabalgaba con su caballo a toda velocidad. Resultado: el príncipe al suelo, golpe fatal, y fin de la línea directa al trono.

A partir de aquí, la historia no es precisamente alegre. Imagina a un rey roto por la pena. Luis VI, conocido como “el Gordo” (porque ya sabemos que la sutileza no era lo suyo), pasó cuatro días llorando como un niño. Y no es para menos, perder a un hijo debe ser uno de los peores dolores imaginables. Así que, el 17 de octubre, después de unos funerales con toda la pompa y boato de un Estado real, el buen Luis, todavía sumido en el dolor, se dijo: “Esto no puede volver a pasar. ¡Prohibidos los cerdos en París!”.

Sí, habéis leído bien. La primera medida que tomó Luis VI, en pleno duelo, fue prohibir a los tocinos pasearse por las calles de París. Y no es que los parisinos fueran muy aficionados a tener a sus cerditos de paseo por el Sena; no, lo que pasa es que, en la Edad Media, los cochinos campaban a sus anchas por la ciudad. Eran un desastre andante (o trotante) de higiene, pero a nadie le importaba mucho hasta que el marrano se convirtió en el asesino del heredero.

Eso sí, como en toda buena historia medieval, hay excepciones. ¿Adivináis quién se libró del edicto? Los tocinos de la abadía de Saint-Antoine, porque resulta que eran puercos bendecidos. Así, con designación divina y todo, esos privilegiados podían seguir paseando por las calles sin que nadie les dijera ni pío. En otras palabras: si eras un cerdo cualquiera, te echaban, pero si llevabas la etiqueta de “santo”, tenías pase libre.

Total, que por la culpa de un cerdo, Francia tuvo que lidiar con un edicto porcino. Felipe no recuperó la vida, pero al menos París se libró un poco del caos de cochinos en cada esquina. ¿Moraleja de esta historia? Cuando algo sale mal, siempre podemos culpar a los cerdos.

Abderramán el califa de Al-Ándalus

Vamos a escribir sobre un personaje clave en la historia de al-Ándalus y de la península ibérica, un hombre que, a veces, parece relegado a los márgenes de los libros de texto, pero cuyo legado aún resuena: Abderramán III, el gran unificador del poder musulmán en esta tierra.

Corría el año 912 cuando un joven de apenas veintiún años ascendió al trono de Córdoba. Su nombre era Abderramán, y su destino, convertirse en el último emir de Córdoba y, con el tiempo, en el primer califa de al-Ándalus. En ese momento, al-Ándalus no era más que un conjunto de territorios fragmentados, azotados por rebeliones internas, tensiones políticas y la amenaza constante de las facciones cristianas en el norte. Pero Abderramán no era un joven cualquiera, y su visión iba mucho más allá de mantener el control sobre su emirato. Sabía que necesitaba algo más: unificar.

Lo primero que hizo fue consolidar su autoridad en el propio seno familiar. Podría haber habido luchas internas, como tantas veces ha ocurrido en la historia cuando un trono queda vacante. Sin embargo, en su caso, los tíos, los posibles pretendientes al poder, lo aceptaron sin vacilar. Lo juraron lealtad, y eso le permitió iniciar un reinado marcado por una férrea determinación.

Su principal desafío era acabar con las disidencias internas. Uno de los nombres que más se repite en esta época es el de Omar ibn Hafsún, un líder muladí que había convertido Bobastro, en la serranía de Ronda, en un baluarte de resistencia. Abderramán III sabía que no podía dejar ese foco de rebelión tan cerca de Córdoba, y fue implacable. En 928, tras años de campaña, Bobastro cayó, y con ello, el último gran bastión de la disidencia interna.

Una vez controlado el territorio de al-Ándalus, Abderramán da un paso audaz en 929: se proclama califa. Esto no fue un mero capricho. Al asumir el título de califa, Abderramán no solo reclamaba el liderazgo político de al-Ándalus, sino también la máxima autoridad religiosa. En ese momento, se estaba construyendo una nueva identidad para al-Ándalus, alejada del control de los abasíes en Bagdad y de los fatimíes en el norte de África. Era una declaración de independencia, tanto política como espiritual.

A partir de aquí, Abderramán no solo extendió su dominio sobre toda la península, sino que inició un proceso de transformación cultural que haría de Córdoba la ciudad más avanzada y floreciente de Europa. En medio de este auge cultural y científico, fue él quien ordenó la ampliación de la Gran Mezquita de Córdoba, ese símbolo que aún hoy nos recuerda el esplendor de al-Ándalus. Pero no solo eso, sino que mandó construir la ciudad palatina de Madinah al-Zahra, una obra monumental que reflejaba el poder y la riqueza de su califato.

No podemos olvidar que durante su reinado, Córdoba no fue solo una capital política, sino el corazón cultural de Occidente. Mientras el resto de Europa estaba sumida en una oscuridad medieval, Córdoba brillaba con luz propia. Era un centro de saber, de intercambio de ideas, de convivencia entre culturas. Un lugar donde musulmanes, judíos y cristianos vivían y trabajaban juntos, en lo que podríamos llamar un temprano experimento de convivencia multicultural. Pero claro, todo esto no fue casualidad. Fue el resultado de una visión política muy clara, una visión que Abderramán III supo materializar con gran destreza.

Al final de su vida, Abderramán había logrado lo que pocos antes que él: unificar, estabilizar y engrandecer un territorio que parecía condenado a la fragmentación. Cuando murió, a los setenta años, dejó un legado que no solo transformó al-Ándalus, sino que también influyó en el curso de la historia peninsular y europea.

Hoy, más de mil años después de su muerte, deberíamos recordar su figura no solo como un gobernante excepcional, sino también como el arquitecto de una Córdoba que brilló con luz propia en la Edad Media, y cuyo esplendor sigue fascinándonos en nuestros días. Porque, al final, la historia es eso: entender de dónde venimos para saber hacia dónde vamos.

Mata Hari: Entre el mito y la realidad

Al amanecer del 15 de octubre de 1917, en un día frío y gris, Margarita Gertrudis Zelle, conocida por todos como Mata Hari, caminó hacia su destino final. Es fácil, y hasta tentador, imaginar que lo hizo con la cabeza alta, lanzando un beso coqueto al pelotón de fusilamiento, desafiando el destino con la misma teatralidad con la que vivió. Nos encanta creer en esos detalles románticos, casi novelescos. Pero la realidad es otra, y como casi siempre, menos heroica y más cruda.

Mata Hari, ese nombre que suena a exótico y misterioso, significa "Ojo del Amanecer" en malayo. Un nombre perfecto para una mujer que se reinventó, que supo utilizar su belleza y su ingenio para abrirse paso en un mundo dominado por hombres. El nombre real, Margarita Gertrudis, carecía de la magia necesaria para una bailarina exótica, y mucho menos para una espía. Pero así como inventó su personaje, Margarita también se enredó en una telaraña de circunstancias que la llevarían a un final trágico, sin velos, sin joyas y, sobre todo, sin un destino glamuroso.

Cuentan las crónicas que fue condenada por espiar para los alemanes durante la Primera Guerra Mundial. Eso de ser espía suena tan atractivo en los relatos de ficción, pero lo cierto es que Margarita, o Mata Hari, no fue ni de lejos una agente maestra. La tachaban de agente doble, H-21 en los registros, pero espió mal y poco. Y lo que es peor: sin verdadera convicción. A Mata Hari no la movían los ideales ni el patriotismo. No era una "femme fatale" al servicio de una causa noble o siniestra; era una mujer que simplemente buscaba dinero, lujo y una vida cómoda. Como resultado, terminó traficando información para ambos bandos, sin darse cuenta de que en esos juegos nadie queda indemne.

El espionaje, ese arte oscuro, no es para los soñadores ni para los despistados. Y Mata Hari lo era. Así, los franceses, necesitados de un chivo expiatorio para justificar sus propios fracasos en el frente, la capturaron, la juzgaron y la condenaron. Claro que el juicio estuvo más cargado de moralismo que de pruebas concretas. Unas pocas conversaciones interceptadas y testimonios endebles bastaron para firmar su sentencia. En plena guerra, a Francia le urgía un símbolo, una traidora a la que culpar por los males del país, y esa mujer, con su reputación licenciosa y su aura de "femme fatale", encajaba perfectamente en el papel.

¿Hizo daño con su espionaje? Lo más probable es que no. Sus deslices informativos no cambiaron el curso de la guerra, ni alteraron la balanza de poder. A lo sumo, sirvieron para satisfacer los egos de los oficiales con los que se codeaba en sus salones de lujo. Sin embargo, para los jueces y militares de la época, eso fue suficiente. Necesitaban sangre, un nombre, y ella era el blanco fácil.

El mito cuenta que los soldados que la fusilaron llevaban los ojos vendados, incapaces de resistir el embrujo de su presencia. La verdad, como suele pasar, es menos poética. No llevaban vendas. Y aunque tampoco lanzara un beso, sí es cierto que fue un mal fusilamiento. De los doce disparos, solo cuatro la alcanzaron, y uno fue el que le atravesó el corazón, transformándola, irónicamente, en el mito que tanto perseguía.

Porque al final, eso fue lo que quedó de Mata Hari: un mito, una figura que inspira canciones, novelas y películas, una historia fascinante que evoca el poder de una mujer en tiempos oscuros. Pero la realidad, la de Margarita Gertrudis Zelle, es mucho menos gloriosa: una mujer atrapada entre sus sueños de grandeza y la cruda verdad de un mundo que la utilizó y luego la desechó.

Eso, al menos, es lo que queda cuando rascamos un poco la superficie. Un fusilamiento mal hecho, una condena mal sustentada y una vida construida sobre la fantasía, rota por la realidad implacable de la guerra.

El día en que las mujeres españolas conquistaron las urnas

Hay momentos en la historia que definen el alma de un país, que revelan, como si de un espejo se tratara, el verdadero rostro de una sociedad. Uno de esos momentos ocurrió un 1 de octubre de 1931, cuando las Cortes Constituyentes de la recién nacida Segunda República votaron, no sin tensiones, la inclusión del sufragio universal en la nueva Constitución. Un sufragio universal que, por primera vez en la historia de España, reconocía el derecho de las mujeres a votar en igualdad de condiciones que los hombres. Sí, parece ahora casi irónico que algo que hoy damos por sentado fuese, en su momento, objeto de acalorado debate, de recelos y, sobre todo, de excusas enrevesadas.

Porque esta no era la primera vez que se hablaba de voto femenino. De hecho, ya en 1924, bajo la dictadura de Primo de Rivera, las mujeres, o mejor dicho, algunas mujeres, obtuvieron el derecho al voto. Fue una concesión envenenada: solo las que fueran cabeza de familia y únicamente en elecciones municipales, que jamás llegaron a celebrarse. Un primer paso, sí, pero con una trampa que hoy nos parece una broma de mal gusto. Si retrocedemos aún más, hasta 1877, descubrimos que ya entonces se había debatido sobre el sufragio femenino, aunque, por supuesto, con condiciones. Solo las viudas con capacidad económica para contribuir al Estado tendrían derecho a votar. En otras palabras, el voto como privilegio, no como derecho. Era el sello de una época en la que lo conservador y lo tradicional dictaban las normas del juego.

Lo verdaderamente revolucionario del debate de 1931 no fue que se concediera el derecho al voto a las mujeres, sino que se hiciera sin cortapisas, sin requisitos económicos, sin subterfugios que limitasen a unas pocas. Y ahí es donde entra la figura de dos mujeres que, aunque defendían el mismo ideal de igualdad, lo hicieron desde posiciones radicalmente opuestas. Victoria Kent, del Partido Republicano Socialista Radical, quien, paradójicamente, se opuso al sufragio femenino alegando que las mujeres españolas no estaban listas, que su voto inclinaría la balanza hacia los partidos conservadores. La emoción, no la reflexión, dominaba el pensamiento femenino, o eso creía Kent. Es irónico que fuese precisamente ella, una mujer que había alcanzado el poder gracias al voto pasivo, quien tratara de frenar el voto activo de sus congéneres.

En el otro lado del ring estaba Clara Campoamor, una mujer cuya tenacidad y convicción no solo la llevaron a defender el sufragio femenino, sino a hacerlo sin concesiones, sin paternalismos. Para Campoamor, la lucha por los derechos de la mujer no admitía medias tintas. No había que esperar a que las mujeres estuvieran "preparadas" para votar; había que concederles el derecho y confiar en su capacidad para ejercerlo. Al final, su postura prevaleció: el 1 de octubre de 1931, con 161 votos a favor y 121 en contra, el sufragio femenino quedó consagrado en el artículo 36 de la Constitución.

Aquel voto, aquel sí de la mayoría parlamentaria, supuso un punto de no retorno. Por primera vez en la historia, España reconocía a sus mujeres como ciudadanas plenas, con los mismos derechos electorales que los hombres. No fue un camino fácil, ni mucho menos. Aún hubo quien se atrincheró tras argumentos que hoy nos suenan ridículos, como los de Roberto Novoa, quien defendía que las mujeres eran incapaces de reflexión crítica y estaban dominadas por la emoción. Pero aquel 1 de octubre de 1931, la lógica y la justicia prevalecieron.

El resultado de esa votación se materializó en las elecciones generales de 1933, cuando todas las mujeres mayores de 23 años pudieron votar por primera vez. Fue un hito, un paso de gigante hacia una democracia más inclusiva y equitativa. Porque la historia no solo se construye con gestos grandilocuentes, sino también con pequeños avances que, como el derecho al voto femenino, cambian para siempre la vida de una sociedad.

Hoy, desde la distancia de casi un siglo, seguimos mirando aquel momento como un símbolo de lo que somos capaces de lograr cuando la justicia, la igualdad y la valentía marcan el rumbo. No debemos olvidar que cada derecho que hoy disfrutamos fue conquistado por aquellos que no aceptaron el "todavía no es el momento" como excusa para la inacción. Y fue Clara Campoamor quien, en aquella batalla parlamentaria, nos demostró que el momento para la igualdad es siempre ahora.

Isabel II: De Reina a Turista de Lujo en Francia

Isabel II, la reina que pasó de gobernar un reino a hacerse turista en Francia. Y es que, claro, en el verano de 1868, mientras España estaba en llamas políticas, Isabel estaba más preocupada por sus vacaciones que por el país. Así es, entre Lequeitio y San Sebastián, nuestra querida reina disfrutaba de la brisa del norte sin imaginarse que, en cuestión de días, su reino iba a esfumarse como arena entre los dedos.

La situación no era ninguna sorpresa. Desde que Isabel había ascendido al trono, las cosas no habían sido precisamente estables. Escándalos por aquí, corrupción por allá y algún que otro lío familiar. La guinda del pastel fue su habilidad para rodearse de consejeros que lo hacían peor que ella, como Narváez, que entraba y salía del gobierno como si fuera un juego de sillas. Pero el descontento, que ya llevaba años cocinándose, explotó finalmente con "La Gloriosa". Una revolución con nombre pomposo que básicamente consistió en decir: "¡Hasta aquí hemos llegado!"

Y mientras las ciudades caían una tras otra ante los rebeldes, Isabel, ni corta ni perezosa, pensó en volver a Madrid para poner las cosas en su sitio. Pero, por suerte para ella (y para el caos que habría causado), la convencieron de que mejor no lo hiciera. Porque, sinceramente, ¿qué podía hacer una reina que llevaba más tiempo vacacionando que gobernando? Así que, siguiendo la tradición familiar (porque su padre Fernando VII también había optado por la ruta del exilio cuando las cosas se ponían feas), Isabel agarró su tren en San Sebastián y, el 30 de septiembre de 1868, cruzó la frontera hacia Francia. De reina a expatriada en un suspiro.

Eso sí, Isabel no iba a renunciar a la corona. ¡Ni hablar! Solo porque estaba en el exilio no significaba que dejara de considerarse reina de España. Durante más de treinta años vivió en París como una auténtica "influencer" del siglo XIX, disfrutando de la vida cómoda en su palacio de Basilewski (después "Palacio de Castilla"). Y, por supuesto, financiada por el gobierno español, que no solo la dejó irse, sino que además le mandaba un jugoso subsidio para que no le faltara de nada en su vida parisina.

¿Y el pobre Francisco de Asís, su marido? Bueno, digamos que Isabel también aprovechó para separarse de él. Al final, en 1870, decidió abdicar en su hijo Alfonso, que años después, con la Restauración, volvería para reinar como Alfonso XII. Pero esa ya es otra historia.

En resumen, Isabel II no perdió el trono en una gran batalla ni en una revuelta épica. Simplemente se fue de vacaciones y, cuando quiso darse cuenta, ya no tenía un reino al que volver. ¿Y qué hizo? Pues lo más lógico: instaló su vida en París, lejos del caos español, y disfrutó de los placeres de la vida... con el dinero de todos.