España, 1977. En el aire todavía se respira el incienso rancio del franquismo, mientras los primeros rayos de luz democrática asoman entre las grietas de un régimen que se desmorona. En este contexto de transición incierta, el 5 de enero marca un hito significativo: la disolución del Tribunal de Orden Público (TOP), una de las instituciones más temidas y eficaces del aparato represivo franquista. Un símbolo, casi una metáfora, del declive final de un régimen que, hasta su último aliento, no supo desligarse del miedo como herramienta de control.
El TOP, creado en 1963 por el generalísimo Francisco Franco, no fue un tribunal cualquiera. Fue el guardián legal de los principios de un régimen que se sabía anacrónico, el martillo con el que se aplastaba cualquier intento de cambio. Nació como heredero del Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y el Comunismo —otra reliquia de los años más oscuros—, pero su misión era mucho más amplia: perseguir, silenciar y castigar toda forma de disidencia política bajo el pretexto de “proteger el orden público”.
Los tribunales de un solo delito
Aunque la lista de delitos que podía juzgar el TOP era extensa, desde rebelión y sedición hasta propagandas ilegales, amenazas o allanamientos de morada, en la práctica operó casi exclusivamente contra un enemigo: la política. En sus trece años de funcionamiento, el TOP se erigió como el verdugo de los movimientos sociales y políticos que comenzaban a reclamar una España distinta. Su actuación en casos emblemáticos, como el “Proceso 1.001” contra Marcelino Camacho y otros líderes sindicales de Comisiones Obreras, consolidó su reputación como el brazo judicial de un régimen que no admitía fisuras.
La transición exige gestos
Pero los tiempos estaban cambiando, incluso para el franquismo. La muerte de Franco en 1975 y la coronación de Juan Carlos I inauguraron una etapa de ajustes acelerados, muchas veces forzados por la presión social. La amnistía parcial para presos políticos, la legalización del Partido Comunista de España (PCE) y la convocatoria de elecciones generales eran pasos inevitables en una transición que caminaba sobre un alambre. La disolución del TOP, refrendada por Adolfo Suárez, era más que una medida administrativa: era un gesto político necesario para desmontar simbólicamente la maquinaria represiva del régimen.
El decreto que puso fin al TOP no borraba su legado, ni despenalizaba de un plumazo los delitos que había perseguido. Simplemente transfería su competencia a los tribunales ordinarios, despojándolos del peso ideológico que impregnaba cada sentencia del TOP. Era un cambio modesto, pero en el contexto de 1977, significaba mucho más.
Más allá del decreto
La desaparición del TOP no fue solo un acto jurídico; fue una declaración de intenciones. Era la forma en que un país, que todavía cargaba con el lastre de su pasado, intentaba abrirse camino hacia un futuro incierto. En un periodo donde todo parecía posible, pero nada estaba asegurado, la supresión de este tribunal era también un aviso a navegantes: la democracia llegaba para quedarse, aunque todavía tuviera que lidiar con los fantasmas de un régimen que no terminaba de morir.
Porque, al final, la disolución del TOP no era solo el cierre de un tribunal. Era el principio del fin de una forma de entender el poder y el miedo. Y, en ese sentido, fue una victoria, aunque fuera solo una de las primeras.