En el año 711, cuando el sol brillaba sobre Hispania y los visigodos pululaban por doquier, llegó un tal Rodrigo, noble de nombre y don por apellido, a ser nombrado rey. Un tipo con ínfulas de grandeza, eso sí, pero que poco sabía él lo que le deparaba el destino.
Resulta que en el norte de África, unos señores con turbantes y alfombras mágicas (los musulmanes, para entendernos) ya le habían echado el ojo a la Península. Y como no eran de pedir permiso, enviaron a un tal Tarik con un ejército de siete mil bereberes y cuatro cristianos despistados a conquistarla. Tarik, que era un tío listo, desembarcó en Gibraltar para hacerse fuerte. Desde allí, se dedicó a saquear todo lo que pillaba, mientras que Rodrigo, distraído como un niño con un cascabel, estaba por el norte peleando con unos vascones que no querían saber nada de su reinado.
Al final, Rodrigo se enteró del pastel y, con un ejército "un poco" desorganizado, se fue a pararle los pies a Tarik. Pero claro, como para las cosas importantes nunca hay tiempo, entre que se preparó y tal, Tarik ya había recibido refuerzos y algunos visigodos se habían pasado al bando moro. La batalla del río Guadalete fue un desastre para Rodrigo. Lo mandaron al otro barrio, su ejército se deshizo y los musulmanes se pusieron contentos cual castañuelas en Nochebuena.
Musa, el jefe de los moros en África, viendo que la cosa iba bien, se vino con un ejército de 18.000 tíos y conquistó Sevilla, la capital de media Andalucía. Y así, poco a poco, los musulmanes fueron conquistando la Península, mientras que los cristianos se escondían en las montañas como marmotas asustadas.
Menudo follón se armó, ¿verdad? Pero bueno, así es la historia, llena de conquistas, derrotas y reyes despistados. Si eres rey, estate atento a lo que pasa en tu reino, no te vayas de parranda por ahí y, sobre todo, no te fíes de los nobles, que son más traicioneros que Judas.
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