Nace un artista... frustrado: la tragicomedia de Adolf Hitler
20 de abril de 1889: En la pintoresca Braunau am Inn, Austria, una cigüeña despistada entrega un paquete que no estaba en su ruta: un pequeño Adolf Hitler. Poco se imaginaban los lugareños que este bebé llorón, con un bigote incipiente a los pocos meses, se convertiría en el artista más... peculiar de la historia.
Adolf creció rodeado de lápices y pinceles, soñando con ser un reconocido pintor. Lástima que su talento artístico era tan inexistente como su sentido de la moda. Sus cuadros parecían obra de un mono borracho con acceso a acuarelas, y sus profesores, hartos de sus garabatos, le recomendaban buscar otra salida profesional.
Frustrado por su falta de don artístico, Adolf se dedicó a la política. Era como si un pez globo intentara volar: un desastre anunciado. Sus discursos, llenos de rabia y odio, eran tan emocionantes como ver pintura secarse. Sin embargo, algunas personas los encontraban extrañamente cautivadores, como si fueran un mal chiste que se repetía una y otra vez.
Tras unos años intentando conquistar Europa con su encanto (lo que resultó en una guerra mundial y millones de muertes), Adolf finalmente encontró su verdadera vocación: el arte conceptual. Sus obras, basadas en la reinterpretación abstracta de paisajes y retratos, eran tan innovadoras que nadie las entendía. Algunos incluso las consideraban una forma de terrorismo artístico.
En 1945, Adolf decidió poner fin a su sufrimiento y al del mundo. Se suicidó en su búnker, dejando un legado de destrucción y un baúl lleno de cuadros que podrían considerarse obras maestras... si tuvieras la mente de un perro psicodélico.
No hay comentarios:
Publicar un comentario