1 de agosto de 1980. Misterioso asesinato de los marqueses de Urquijo

En lo que podría ser el guion de una serie de Netflix, los marqueses de Urquijo fueron encontrados muertos en su residencia de Somosaguas, Madrid. Pero no, esto no es ficción, aunque algunos desearían que lo fuera. La alta sociedad madrileña quedó conmocionada al enterarse de que los marqueses María Lourdes Urquijo y Morenés, y su marido Manuel de la Sierra y Torres, no se ausentaron de un brunch por falta de ganas, sino porque habían sido asesinados. ¡Vaya falta de consideración!

Los detectives llegaron a la escena tras el llamado de la sirvienta, quien estaba más preocupada por el desayuno que por la nobleza caída. Ambos marqueses presentaban heridas de bala, con tres tiros en total, lo que deja claro que quien lo hizo, realmente quería asegurarse. Al parecer, las balas en la nobleza no son como en las películas, donde una es suficiente.

El primer sospechoso de la policía, Rafael Escobedo, yerno de los marqueses, fue arrestado ocho meses después del crimen. La relación de Escobedo con la familia no era precisamente digna de telenovela. Se casó con la hija de los marqueses, Miriam de la Sierra, a pesar de las protestas del suegro, y su vida en común fue más parecida a un episodio de "La Casa de los Secretos" que a "La Casa de la Pradera". Tras una breve luna de miel, Miriam buscó la nulidad matrimonial, mientras su esposo se dedicaba a buscar maneras menos convencionales de solucionar los problemas con los suegros.


En un giro que ni Agatha Christie habría imaginado, Escobedo confesó el crimen, solo para retractarse después y acusar a su amigo Javier Anastasio y a medio árbol genealógico de su exesposa. El juicio se volvió una versión en vivo de "¿Quién es el asesino?" con más personajes que una novela de Dickens. Rafael fue condenado a cincuenta y tres años de cárcel, pero nunca quedó claro si actuó solo o acompañado. Y como si fuera poco, Anastasio hizo una escapada a Brasil antes de su juicio, porque al parecer, el fútbol no es lo único que Brasil hace mejor.

La historia culmina de forma trágica, cuando Escobedo se quitó la vida en su celda, dejando más preguntas que respuestas. El caso de los marqueses de Urquijo sigue siendo un enigma, pero si algo nos ha enseñado es que la realidad puede ser más retorcida que cualquier obra de ficción. Mientras tanto, los guionistas de Hollywood toman notas, porque esto podría ser la próxima gran serie de crimen y misterio. ¿Quién necesita "CSI" cuando tienes "CSI: Somosaguas"?


31 de julio de 1888. La primer víctima de Jack el Destripador

¡Oh, Polly, la estrella inadvertida de un show macabro en los callejones de Whitechapel! Con sus cuarenta y dos años de experiencia acumulada, se encontraba esa fatídica madrugada del 31 de agosto de 1888 buscando clientes, pero terminó encontrándose con el personaje más famoso del East End: Jack el Destripador. Sí, porque en una ciudad con mil seiscientas trabajadoras sexuales, Polly tuvo la suerte (o mala suerte, según cómo lo veas) de ser la primera víctima de este asesino en serie, todo un pionero de la criminología moderna. ¡Un logro nada envidiable, eso seguro!

Y es que Jack, cuyo nombre real sigue siendo un enigma, no era solo un asesino: era todo un autor de correspondencia, firmando cartas a la policía como si se tratara de un concurso de escritura creativa. ¡Qué detallista! Se ve que otros ciento cincuenta 'fans' decidieron unirse a la fiesta, enviando sus propias cartas para confundir aún más a Scotland Yard. Pero vamos, con ciento setenta sospechosos, desde marineros hasta aristócratas, y no lograron descubrir a nadie. ¡Qué eficiencia!

Claro, el mito de Jack el Destripador ha crecido tanto que ahora es más una estrella de cine que un asesino real. Incluso en una encuesta de la BBC en 2008, los británicos lo votaron como el peor británico de los últimos mil años. ¿En serio? ¿Y Enrique VIII? ¡Ese sí que sabía cómo ser infame! Pero bueno, el público siempre prefiere una buena historia de misterio... y mutilaciones.

26 de julio. Fin de la batallad e Guadalete

Allá por el año 702, Witiza, el penúltimo de los reyes de la Hispania visigoda, subió al trono del reino de Toledo con una idea revolucionaria: ¡hacer las paces con los nobles descontentos devolviéndoles las propiedades confiscadas por su difunto padre, Egica! Un plan infalible, ¿verdad? No, porque en cuanto Witiza estiró la pata en 710, los nobles que no recibieron ni una mísera parcela se rebelaron y decidieron que Rodrigo sería un monarca estupendo para los visigodos, a pesar de que Agila, el hijo de Witiza, tenía más derechos al trono. ¿Que si los seguidores de Rodrigo mataron a Witiza? ¿O que Rodrigo se apresuró a sentarse en el trono antes de que Agila pudiera decir “yo soy el legítimo”? Eso aún es un misterio digno de un culebrón. Lo que sí es seguro es que en el año 711 los visigodos estaban más divididos que las opiniones sobre el final de “Juego de Tronos”.

Mientras tanto, don Rodrigo —sí, quería que lo llamaran “don”— estaba ocupado en sus asuntos, como someter a los vascones y sofocar una rebelión navarra, ajeno a los problemas internos de su reino. El pobre conde Julián, gobernador de Ceuta, estaba en apuros con Musa ibn Nusair, el gobernador omeya del norte de África, que había ocupado Ceuta. Se cuenta que Julián, buscando venganza contra don Rodrigo (había violado a la hija del conde), facilitó la entrada de los árabes y bereberes en la península Ibérica. Aunque, siendo sinceros, probablemente lo hizo porque era fan de Witiza. Así, bajo el mando del gobernador de Tánger, Tarik ibn Ziad, miles de norteafricanos cruzaron el estrecho y desembarcaron en la actual Gibraltar a finales de abril de 711.

Rodrigo, avisado en Pamplona a finales de mayo, no tuvo más remedio que abandonar su aventura navarra y correr hacia el sur para detener la invasión. Con prisa, y con más nervios que tropas, aceptó la ayuda de los nobles seguidores de Witiza. Según las crónicas árabes, el enfrentamiento tuvo lugar en algún lugar del río Guadalete, en la actual provincia de Cádiz, entre el 19 y el 26 de julio. Las fuentes medievales, con su amor por la exageración, hablan de entre cuarenta mil y cien mil visigodos contra unos ciento ochenta mil árabes y bereberes. Los estudios recientes, más modestos, hablan de unos treinta mil visigodos contra quince mil musulmanes. Pero la realidad probablemente fue un poco menos épica: unos dos mil quinientos cristianos contra dos mil musulmanes.

Durante dos días, las fuerzas se observaron mutuamente, intercambiando breves pero intensas escaramuzas. Al tercer día, cuando los hombres de don Rodrigo avanzaron, los nobles de Witiza, demostrando su lealtad a prueba de balas, abandonaron el campo de batalla, dejando a don Rodrigo solo y, efectivamente, convirtiéndolo en el último rey visigodo de quien no se volvió a saber más.

22 de julio de 1969. Designación de don Juan Carlos de Borbón como heredero de la Corona española

El proceso que llevó a nombrar a don Juan Carlos de Borbón sucesor del general Franco en la Jefatura del Estado fue una comedia lenta y pausada, organizada durante años por Luis Carrero Blanco, el vicepresidente del Gobierno, y Laureano López Rodó, el ministro comisario del Plan de Desarrollo. La decisión fue tan rápida como un caracol en un maratón, y Franco no soltó prenda hasta el último momento, porque claro, el suspense es lo suyo. 

El ocaso del régimen franquista, tan inminente como el de su fundador, era un trago amargo para los fervientes seguidores del caudillo y para aquellos que querían una sucesión a la carta. El sector duro de la Falange, por ejemplo, tuvo que tragarse el sapo de ver cómo el hijo de don Juan ocupaba el lugar del Generalísimo. Por otro lado, Carmen Polo, la esposa de Franco, soñaba con un guion distinto: que su nieta se casara con el primo de don Juan Carlos, don Alfonso de Borbón y Dampierre, y que él fuera el heredero de Franco. Todo muy de telenovela, ¿no?

El 22 de julio de 1969, Franco decidió que ya era hora de ponerle punto y final a la trama y firmó la ley que designaba al sucesor: "Propongo a las Cortes que el príncipe don Juan Carlos de Borbón sea el próximo rey, porque ha recibido la formación adecuada y se ha unido a los tres ejércitos, demostrando un patriotismo sin tacha y una lealtad total a nuestros Principios del Movimiento y Leyes Fundamentales". Vamos, todo muy formal y patriótico, como le gustaba a Franco.

Según la Ley de Sucesión de 1947, Franco tenía el poder de elegir a su sucesor. Pero claro, incluso después de nombrar al príncipe, hubo una serie de maniobras detrás de las cortinas para que Franco cambiara de opinión. Entre los conspiradores estaba la mismísima esposa de Franco, que quería ver a su nieta en el trono, de la mano de su esposo, Alfonso de Borbón. Pero al final, todo quedó en nada y nadie movió un dedo, ni dentro ni fuera de la ley, para cambiar la sucesión.

El 20 de noviembre de 1975, la naturaleza hizo su trabajo y el príncipe se convirtió en rey dos días después, comenzando su reinado como Juan Carlos I de España. Y así, tras mucho drama y tramas dignas de una serie de televisión, se cerró el capítulo del franquismo y comenzó una nueva era en la historia de España.

21 de julio de 1921. El desastre de Annual

En junio de 1911, las tribus rifeñas —esas simpáticas comunidades de la franja nororiental de Marruecos— decidieron que ya habían tenido suficiente de la "hospitalidad" española, que llevaba medio siglo imponiéndoles su maravillosa cultura desde la guerra de Marruecos (1859). Todo gracias a los tratados de Tetuán (1860), Madrid (1880) y, la joya de la corona, el hispano-marroquí de noviembre de 1910, que fue celebrado en París en enero de 1911 con bombos y platillos.

Resulta que a principios del siglo XX, las potencias europeas se entretenían negociando sus respectivas zonas de influencia en el norte de África, como si estuvieran repartiendo pasteles en una fiesta. España, siempre tan astuta, logró un acuerdo fantástico gracias a su amigable relación con Francia, que casi incluye la capital del reino alauí, Fez. Pero el prudente gobierno de Silvela, temiendo molestar a su amigo, el Reino Unido, con sus intereses en la zona, decidió que mejor no.

Luego, en octubre de 1904, España firmó otro "maravilloso" acuerdo con Francia, donde se llevó la parte del león: una región montañosa y pobre, excluyendo, por supuesto, la próspera ciudad de Tánger. Y así, en 1909, España empezó su largo y costoso romance con el Rif, que duraría más de quince años, costando un dineral al erario público y miles de vidas.

En 1921, cansados de tanto amor, los rifeños bajo la batuta de Abd-el-Krim decidieron lanzar una gran insurrección. El general Silvestre, con una prudencia digna de elogio, avanzó imprudentemente desde Melilla, obsesionado con llegar a Alhucemas. Sus aventuras lo llevaron hasta Igueriben, donde sus tropas fueron cariñosamente rodeadas por las fuerzas de Abd-el-Krim.

Cuando se acabaron las provisiones, Silvestre ordenó una retirada magistral hacia Annual el 21 de julio, que fue un ejemplo perfecto de desorganización. Los soldados españoles fueron atrapados y acribillados, y el pánico se extendió como la pólvora. El general Navarro asumió el mando al día siguiente, tratando de organizar la retirada, ya que el pobre Silvestre había perdido la vida junto con un millar de sus hombres.

Hasta el 9 de agosto, cerca de diez mil españoles más encontraron su fin en el encantador valle del Rif. Fue un desastre de casi once mil víctimas que la opinión pública española recibió con un desconcierto absoluto. El informe del general Picasso, encargado por el ministro de Marina en agosto de 1921 y entregado al Congreso en abril de 1922, ofreció más cifras que respuestas, dejando a todos con una expresión de perplejidad y, por supuesto, una amarga sensación de que tal vez las aventuras coloniales no eran tan divertidas como parecían.

20 de julio de 1982. España recupera el divorcio

Ah, la España de la Transición, ¡qué época tan aburrida y monótona! Imagínense, un país entero debatiendo sobre algo tan trivial como el divorcio. ¿Quién hubiera pensado que decidir sobre la felicidad o infelicidad perpetua de las parejas podría ser un tema de interés?

Por un lado, teníamos a los conservadores y la Iglesia Católica, firmes defensores del "hasta que la muerte nos separe", porque claramente, no hay nada más cristiano que obligar a dos personas a odiarse mutuamente por toda la eternidad. Por otro lado, los progresistas y la izquierda, con su loca idea de que la gente debería tener el derecho a decidir sobre sus propias vidas. ¡Qué locura!

El gobierno de Adolfo Suárez, en un alarde de valentía, decidió abordar el tema de la manera más emocionante posible: ¡reformando el Código Civil! Nada dice "revolución social" como un buen papeleo burocrático, ¿verdad?

La Conferencia Episcopal, siempre tan discreta y respetuosa con la separación Iglesia-Estado, decidió dar su opinión no solicitada sobre el asunto. Porque, ¿quién mejor para opinar sobre los problemas matrimoniales que un grupo de hombres célibes?

Finalmente, tras un debate parlamentario que seguramente mantuvo a toda España en vilo (o dormida, quién sabe), la ley se aprobó en 1981. ¡Aleluya! Por fin, los españoles podían disfrutar de la emocionante libertad de divorciarse, siempre y cuando cumplieran con una serie de requisitos burocráticos, por supuesto. Porque no hay nada más liberador que rellenar formularios en triplicado.

En resumen, la Ley de Divorcio de 1981 fue un hito histórico que transformó completamente la sociedad española. Ahora, en lugar de sufrir en silencio en matrimonios infelices, los españoles podían sufrir públicamente en largos y costosos procesos de divorcio. ¡Viva el progreso!

19 de julio (1808). Batalla de Bailén

Ah, la épica epopeya de la Guerra de Independencia Española, digna de un guion de película de acción... o de una comedia de enredos. En las pintorescas cercanías de Despeñaperros, ese rincón que conecta Andalucía con Castilla, se libró una batalla crucial que más bien parecía un concurso de errores.

El experimentado general francés Pierre Dupont, un tipo que pensaba que catorce mil hombres curtidos en batallas napoleónicas eran más que suficientes, se lanzó a la aventura. Siguiendo las órdenes del emperador de ir a Cádiz a proteger su flota, Dupont dejó Toledo en mayo, como quien va a una excursión escolar, dejando guarniciones por todas partes (¡Manzanares, Valdepeñas, la gira completa!). A principios de junio llegó a Andújar, sin saber que la cosa se iba a poner peliaguda.

Mientras tanto, en Sevilla, el levantamiento andaluz del 26 de mayo había puesto al mando al general madrileño Francisco Javier Castaños. El pobre teniente coronel Echavarri, con sus quince mil voluntarios, intentó defender Córdoba, pero los franceses se lo tomaron como un entrenamiento y saquearon la ciudad como si fuera el Black Friday, lo cual provocó un levantamiento general en el valle del Guadalquivir y Sierra Morena. Castaños, cual director de orquesta, reorganizó sus fuerzas en Carmona y Utrera, y en Granada se formó un ejército bajo el mando del suizo Teodoro Reding, porque ¿por qué no añadir un suizo a la mezcla?

Dupont, en Córdoba, se enteró de que su flota en Cádiz había tirado la toalla. Comprendió, en un momento de revelación, que avanzar temerariamente en Andalucía había sido una idea digna de un cómic. Sin suministros y con la tropa más enferma que en una novela de Stephen King, Dupont se retiró hacia Andújar, siendo acosado por los españoles como si fueran paparazzi. Decidió esperar allí a los refuerzos de los generales Vedel y Gobert antes de lanzarse a Sevilla.

Mientras Dupont se tomaba su tiempo en Andújar, los franceses se llevaban sorpresas por todos lados: derrotas en El Bruch y Valencia, aunque lograron sitiar Zaragoza y ganar en Medina de Rioseco, permitiendo que José Bonaparte entrara en Madrid como si fuera una estrella de rock.

El 14 de julio, las tropas españolas, cruzando el Guadalquivir y ocupando las alturas de Andújar, le dieron a Dupont la bienvenida que no esperaba. Vedel, desde Bailén, acudió al rescate, pero tras la derrota de Gobert, volvió a Bailén con la cola entre las piernas. Reding y sus tropas cruzaron el río y derrotaron a Ligier-Belair, mientras Vedel y su tropa agotada se retiraban a Guarromán y Dupont seguía en Andújar, preguntándose dónde estaban las instrucciones de Ikea para salir de ahí.

El 18 de julio, la división de Coupigny cruzó el río y entró en Bailén sin resistencia, separando a los franceses como una telenovela en el clímax. Dupont, con nueve mil hombres y un montón de heridos, decidió marchar a Bailén enfrentándose a Coupigny y Reding al otro lado del río. Al amanecer del 19, Dupont intentó un ataque, pero los españoles lo superaron en número y en ganas de pelea. Un asalto frontal más tarde, Dupont se dio cuenta de que hoy no era su día de suerte. Castaños llegó desde Andújar y la caballería andaluza arremetió contra la retaguardia francesa, provocando una desbandada digna de una película de Monty Python. Cuando la vanguardia de Castaños alcanzó el río Rumblar, Dupont, sin más opciones, pidió la capitulación.

La batalla de Bailén fue todo un espectáculo con dos consecuencias importantes: el recién nombrado rey de España, José Bonaparte, se vio obligado a huir de Madrid como si le persiguieran las deudas y, además, Europa entera descubrió que los franceses no eran tan invencibles como parecían. ¡Qué lección!

18 de Julio de 1936, Golpe militar contra la República

¡Vaya, vaya! Parece que el verano de 1936 en España no iba a ser precisamente un paseo por la playa. ¿Quién necesita vacaciones cuando puedes tener una buena guerra civil, verdad? Todo comenzó con un intercambio de "regalos" entre izquierda y derecha. Porque, ¿qué mejor manera de resolver diferencias políticas que con un par de asesinatos? ¡Brillante!

La noche del 12 de julio de 1936, el teniente José del Castillo, un guardia de asalto y miembro de la Unión Militar Republicana Antifascista, tuvo la mala suerte de cruzarse en el camino de unos derechistas que decidieron que su tiempo en este mundo había llegado a su fin. Como si se tratara de una partida de póker, unas pocas horas después, unos izquierdistas dijeron "yo subo la apuesta" y decidieron que el dirigente de Renovación Española, José Calvo Sotelo, tampoco merecía seguir respirando. Así estaban las cosas, las dos Españas en un tira y afloja de muertes y tensiones, tanto en el Parlamento como en la calle, al punto que el Congreso dijo "¿saben qué? Sigamos con el estado de alarma, a ver qué pasa".

El enfrentamiento entre las dos Españas estaba más cantado que un karaoke de madrugada. La tensión se podía cortar con un cuchillo en todas partes: en el Parlamento, en el Ejército y hasta en la panadería de la esquina. El Congreso, en su infinita sabiduría, decidió prorrogar el estado de alarma, vigente desde mayo. Indalecio Prieto, un socialista moderado con un toque de humor negro, resumió la situación con una frase para la posteridad: «Una cosa es cierta: unos y otros, por estupidez, nos vamos a merecer la catástrofe». ¡Qué optimismo!

El 17 de julio en Melilla, los militares decidieron que era el momento de levantar la cortina y empezar la función, a eso de las cinco de la tarde. En Ceuta, el coronel Yagüe, como buen espectador, se enteró del éxito de la función en Melilla y decidió que era su turno de actuar, declarando el estado de guerra. Mientras tanto, en Tetuán, los regulares ya estaban calentando motores.

En otras partes, la coordinación brillaba por su ausencia, y había más confusión que en una película de David Lynch. El general Franco, sorprendido por la velocidad de los acontecimientos, decidió unirse a la fiesta desde Canarias el 18 de julio, y al día siguiente ya estaba aterrizando en Marruecos, dispuesto a no perderse ni un minuto de la diversión. Mientras tanto, el Gobierno de la República jugaba al "aquí no pasa nada". Emitían comunicados tan precisos y veraces como los pronósticos del tiempo. "Todo bajo control, señores. ¡Aquí no se ha sublevado ni el gato!" Excepto que sí, claro.

Queipo de Llano, enfadado como un niño al que le han quitado su juguete, desmintió al Gobierno en cuanto pudo: «¡Españoles! El Gobierno agonizante, con un cinismo solo comparable a su miedo incontenido, anuncia por la radio la sumisión de todas las fuerzas que han asumido el honroso empeño de salvar a la Patria. Pronto se convencerá ese Gobierno indigno, por propia experiencia, de que el movimiento triunfante en toda España avanza con paso seguro hacia la capital de la República». ¡Toma ya! Al día siguiente, el 19 de julio, Franco se plantó en Tetuán para tomar el mando supremo del golpe militar, mientras Casares Quiroga dimitía como presidente del Gobierno, y Azaña intentaba desesperadamente nombrar a alguien que pudiera negociar con los rebeldes. Pero ya era tarde, y la República se preparaba para una lucha a muerte con la mitad del Ejército y más de la mitad de la Guardia Civil y otros cuerpos de seguridad a su favor.

Los primeros días de la Guerra Civil fueron un caos total. Más de la mitad de la Península seguía fiel a la República, incluidas ciudades como Madrid, donde los primeros combates callejeros comenzaron a desatarse. Así empezaba una de las etapas más sangrientas y confusas de la historia de España, con un país dividido y en guerra consigo mismo. ¡Menuda fiesta!

13 de julio: El asesinato de Miguel Ángel Blanco

El jueves 10 de julio de 1997, después de almorzar con sus padres, Miguel Ángel Blanco, concejal del Partido Popular en Ermua, Vizcaya, salió de su casa para ir a trabajar a Éibar, Guipúzcoa. Dos horas más tarde, hacia las cinco y media de la tarde, el diario proetarra Egin recibió un comunicado anónimo informando que ETA había secuestrado al edil y que lo liberaría solo si el Gobierno ordenaba el traslado de todos los presos de la banda terrorista a cárceles de Euskadi en un plazo de 48 horas, es decir, para el sábado 13 de julio a las cuatro de la tarde. De no cumplirse esta demanda, Miguel Ángel Blanco sería ejecutado.

Nueve días antes, ETA había sufrido un notable golpe policial con la liberación por parte de la Guardia Civil del funcionario de prisiones José Antonio Ortega Lara, tras el secuestro más largo de la historia de la banda (532 días), coincidiendo con la aparición del empresario vasco Cosme Delclaux, secuestrado ocho meses antes por los etarras. La inquietante respuesta de un destacado dirigente del brazo político de ETA, Herri Batasuna, fue: "Tras la borrachera policial viene la resaca". El Gobierno, sabiendo que no podía ceder al chantaje terrorista, se sintió impotente. El presidente, José María Aznar, en el "peor momento político de su gobierno", sabía "desde el primer momento lo que iba a pasar". Los partidos políticos democráticos, encabezados por PSOE e IU, mostraron solidaridad con el PP y ofrecieron organizar movilizaciones masivas en respuesta a la amenaza intolerable de ETA. Al día siguiente, miles de ayuntamientos organizaron manifestaciones silenciosas pidiendo la libertad del concejal. El sábado 12, día en que se cumplía el plazo dictado por ETA, toda España se convirtió en un clamor popular suplicando la liberación del joven edil vasco, especialmente en Bilbao, donde más de un tercio de su población se concentró al mediodía.

Miguel Ángel Blanco, de padres emigrantes gallegos, había nacido en Ermua hacía veintinueve años. Llevaba algo más de dos años militando en el Partido Popular y había sido incluido como número cuatro en las listas electorales para las elecciones municipales de mayo de 1995 en su ciudad natal. Sus conocidos destacaban su carácter moderado y su vida normal: se acababa de incorporar a una consultoría como economista después de haber trabajado años en una tienda; era un deportista activo y los fines de semana tocaba con su grupo musical en fiestas de cumpleaños y bodas. Todos coincidieron en que ETA lo había secuestrado simplemente porque era un objetivo fácil y sin protección. Llegadas las cuatro de la tarde del sábado 12, los corazones de las personas en todo el país estaban compungidos. Poco después del plazo fatal, Miguel Ángel Blanco apareció en un bosque de Lasarte, Guipúzcoa, con dos balazos en la cabeza. Los etarras cumplieron fríamente su amenaza, ignorando el clamor popular, incluido el vasco. Este terrible hecho marcó un antes y un después en la reciente historia de España.

El asesinato del teniente Castillo y el consiguiente de Calvo Sotelo (12 de Julio)

José del Castillo Sáenz de Tejada, un militar de ideología socialista, se unió al Ejército a los dieciocho años y se graduó como alférez a los veintiuno. En marzo de 1936, ya miembro de la Unión Militar Republicana Antifascista (UMRA), ingresó como teniente en el cuerpo de Guardia de Asalto de Madrid a la edad de treinta y cinco años. El 14 de abril, durante una manifestación de militantes derechistas, los guardias de asalto intervinieron. En los disturbios, uno de los compañeros del teniente Castillo murió y él utilizó su arma, hiriendo gravemente a un joven estudiante carlista. Los manifestantes se abalanzaron sobre él, pero, ayudado por sus compañeros, salvó su vida milagrosamente ese día. Sin embargo, no pudo librarse de las constantes amenazas de muerte de carlistas y falangistas.

Hacia las diez de la noche del 12 de julio, después de cenar con su esposa, el teniente Castillo se dirigió a su trabajo en el cuartel de Pontejos, cerca de la Puerta del Sol. Aún le quedaba un paseo de quince minutos cuando, en la esquina de las calles Augusto Figueroa y Fuencarral, se encontró con un automóvil en el que iban tres o cuatro individuos que le dispararon, hiriéndolo en el brazo y en el costado. Los agresores huyeron disparando al aire para intimidar a los transeúntes. Dos personas recogieron al herido y lo llevaron al hospital, donde no pudieron hacer nada por salvarlo. Poco después, su cuerpo fue trasladado a la Dirección General de Seguridad, donde se instaló su capilla ardiente.

A medianoche, en el cuartel de Pontejos, se reunieron varios miembros de las fuerzas de seguridad, amigos del teniente Castillo, entre ellos el guardia civil Fernando Condés, varios policías y algunos milicianos socialistas. Decidieron acudir al despacho del ministro de la Gobernación, Juan Moles, a quien pidieron permiso para realizar algunas detenciones. Este se los concedió y varios grupos partieron en busca de dirigentes derechistas como José María Gil-Robles y Antonio Goicoechea, a quienes no encontraron en sus domicilios. Entonces, Fernando Condés recordó a José Calvo Sotelo, dirigente monárquico de la coalición Bloque Nacional y exministro de Hacienda durante el Directorio de Miguel Primo de Rivera.

Poco antes de las tres de la madrugada, llegaron a su piso en la calle Velázquez y, delante de su familia, lo sacaron a la calle. A pesar de clamar por su inmunidad parlamentaria, fue detenido. Le dijeron que debían hacerle unas preguntas en la Dirección General de Seguridad, pero nunca llegó allí. Su familia declaró que, poco después de que el vehículo en el que llevaban a Calvo Sotelo arrancara, se escucharon dos disparos. Probablemente, llevado por un arrebato, alguien del grupo apretó el gatillo. La confusión los llevó al cementerio de la Almudena, donde dejaron el cuerpo de Calvo Sotelo, que no fue identificado hasta el mediodía. Alea iacta est. El ruido de sables había estado sonando durante meses, pero estos dos crímenes incrementaron el odio recíproco y aceleraron los acontecimientos. Cuatro días después, el general Mola inició la rebelión militar contra la República, y al día siguiente comenzó una guerra fratricida que duraría casi tres años y cuyas consecuencias se prolongarían cerca de cuarenta años más.