En junio de 1911, las tribus rifeñas —esas simpáticas comunidades de la franja nororiental de Marruecos— decidieron que ya habían tenido suficiente de la "hospitalidad" española, que llevaba medio siglo imponiéndoles su maravillosa cultura desde la guerra de Marruecos (1859). Todo gracias a los tratados de Tetuán (1860), Madrid (1880) y, la joya de la corona, el hispano-marroquí de noviembre de 1910, que fue celebrado en París en enero de 1911 con bombos y platillos.
Resulta que a principios del siglo XX, las potencias europeas se entretenían negociando sus respectivas zonas de influencia en el norte de África, como si estuvieran repartiendo pasteles en una fiesta. España, siempre tan astuta, logró un acuerdo fantástico gracias a su amigable relación con Francia, que casi incluye la capital del reino alauí, Fez. Pero el prudente gobierno de Silvela, temiendo molestar a su amigo, el Reino Unido, con sus intereses en la zona, decidió que mejor no.
Luego, en octubre de 1904, España firmó otro "maravilloso" acuerdo con Francia, donde se llevó la parte del león: una región montañosa y pobre, excluyendo, por supuesto, la próspera ciudad de Tánger. Y así, en 1909, España empezó su largo y costoso romance con el Rif, que duraría más de quince años, costando un dineral al erario público y miles de vidas.
En 1921, cansados de tanto amor, los rifeños bajo la batuta de Abd-el-Krim decidieron lanzar una gran insurrección. El general Silvestre, con una prudencia digna de elogio, avanzó imprudentemente desde Melilla, obsesionado con llegar a Alhucemas. Sus aventuras lo llevaron hasta Igueriben, donde sus tropas fueron cariñosamente rodeadas por las fuerzas de Abd-el-Krim.
Cuando se acabaron las provisiones, Silvestre ordenó una retirada magistral hacia Annual el 21 de julio, que fue un ejemplo perfecto de desorganización. Los soldados españoles fueron atrapados y acribillados, y el pánico se extendió como la pólvora. El general Navarro asumió el mando al día siguiente, tratando de organizar la retirada, ya que el pobre Silvestre había perdido la vida junto con un millar de sus hombres.
Hasta el 9 de agosto, cerca de diez mil españoles más encontraron su fin en el encantador valle del Rif. Fue un desastre de casi once mil víctimas que la opinión pública española recibió con un desconcierto absoluto. El informe del general Picasso, encargado por el ministro de Marina en agosto de 1921 y entregado al Congreso en abril de 1922, ofreció más cifras que respuestas, dejando a todos con una expresión de perplejidad y, por supuesto, una amarga sensación de que tal vez las aventuras coloniales no eran tan divertidas como parecían.
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