El día en que las mujeres españolas conquistaron las urnas

Hay momentos en la historia que definen el alma de un país, que revelan, como si de un espejo se tratara, el verdadero rostro de una sociedad. Uno de esos momentos ocurrió un 1 de octubre de 1931, cuando las Cortes Constituyentes de la recién nacida Segunda República votaron, no sin tensiones, la inclusión del sufragio universal en la nueva Constitución. Un sufragio universal que, por primera vez en la historia de España, reconocía el derecho de las mujeres a votar en igualdad de condiciones que los hombres. Sí, parece ahora casi irónico que algo que hoy damos por sentado fuese, en su momento, objeto de acalorado debate, de recelos y, sobre todo, de excusas enrevesadas.

Porque esta no era la primera vez que se hablaba de voto femenino. De hecho, ya en 1924, bajo la dictadura de Primo de Rivera, las mujeres, o mejor dicho, algunas mujeres, obtuvieron el derecho al voto. Fue una concesión envenenada: solo las que fueran cabeza de familia y únicamente en elecciones municipales, que jamás llegaron a celebrarse. Un primer paso, sí, pero con una trampa que hoy nos parece una broma de mal gusto. Si retrocedemos aún más, hasta 1877, descubrimos que ya entonces se había debatido sobre el sufragio femenino, aunque, por supuesto, con condiciones. Solo las viudas con capacidad económica para contribuir al Estado tendrían derecho a votar. En otras palabras, el voto como privilegio, no como derecho. Era el sello de una época en la que lo conservador y lo tradicional dictaban las normas del juego.

Lo verdaderamente revolucionario del debate de 1931 no fue que se concediera el derecho al voto a las mujeres, sino que se hiciera sin cortapisas, sin requisitos económicos, sin subterfugios que limitasen a unas pocas. Y ahí es donde entra la figura de dos mujeres que, aunque defendían el mismo ideal de igualdad, lo hicieron desde posiciones radicalmente opuestas. Victoria Kent, del Partido Republicano Socialista Radical, quien, paradójicamente, se opuso al sufragio femenino alegando que las mujeres españolas no estaban listas, que su voto inclinaría la balanza hacia los partidos conservadores. La emoción, no la reflexión, dominaba el pensamiento femenino, o eso creía Kent. Es irónico que fuese precisamente ella, una mujer que había alcanzado el poder gracias al voto pasivo, quien tratara de frenar el voto activo de sus congéneres.

En el otro lado del ring estaba Clara Campoamor, una mujer cuya tenacidad y convicción no solo la llevaron a defender el sufragio femenino, sino a hacerlo sin concesiones, sin paternalismos. Para Campoamor, la lucha por los derechos de la mujer no admitía medias tintas. No había que esperar a que las mujeres estuvieran "preparadas" para votar; había que concederles el derecho y confiar en su capacidad para ejercerlo. Al final, su postura prevaleció: el 1 de octubre de 1931, con 161 votos a favor y 121 en contra, el sufragio femenino quedó consagrado en el artículo 36 de la Constitución.

Aquel voto, aquel sí de la mayoría parlamentaria, supuso un punto de no retorno. Por primera vez en la historia, España reconocía a sus mujeres como ciudadanas plenas, con los mismos derechos electorales que los hombres. No fue un camino fácil, ni mucho menos. Aún hubo quien se atrincheró tras argumentos que hoy nos suenan ridículos, como los de Roberto Novoa, quien defendía que las mujeres eran incapaces de reflexión crítica y estaban dominadas por la emoción. Pero aquel 1 de octubre de 1931, la lógica y la justicia prevalecieron.

El resultado de esa votación se materializó en las elecciones generales de 1933, cuando todas las mujeres mayores de 23 años pudieron votar por primera vez. Fue un hito, un paso de gigante hacia una democracia más inclusiva y equitativa. Porque la historia no solo se construye con gestos grandilocuentes, sino también con pequeños avances que, como el derecho al voto femenino, cambian para siempre la vida de una sociedad.

Hoy, desde la distancia de casi un siglo, seguimos mirando aquel momento como un símbolo de lo que somos capaces de lograr cuando la justicia, la igualdad y la valentía marcan el rumbo. No debemos olvidar que cada derecho que hoy disfrutamos fue conquistado por aquellos que no aceptaron el "todavía no es el momento" como excusa para la inacción. Y fue Clara Campoamor quien, en aquella batalla parlamentaria, nos demostró que el momento para la igualdad es siempre ahora.

Isabel II: De Reina a Turista de Lujo en Francia

Isabel II, la reina que pasó de gobernar un reino a hacerse turista en Francia. Y es que, claro, en el verano de 1868, mientras España estaba en llamas políticas, Isabel estaba más preocupada por sus vacaciones que por el país. Así es, entre Lequeitio y San Sebastián, nuestra querida reina disfrutaba de la brisa del norte sin imaginarse que, en cuestión de días, su reino iba a esfumarse como arena entre los dedos.

La situación no era ninguna sorpresa. Desde que Isabel había ascendido al trono, las cosas no habían sido precisamente estables. Escándalos por aquí, corrupción por allá y algún que otro lío familiar. La guinda del pastel fue su habilidad para rodearse de consejeros que lo hacían peor que ella, como Narváez, que entraba y salía del gobierno como si fuera un juego de sillas. Pero el descontento, que ya llevaba años cocinándose, explotó finalmente con "La Gloriosa". Una revolución con nombre pomposo que básicamente consistió en decir: "¡Hasta aquí hemos llegado!"

Y mientras las ciudades caían una tras otra ante los rebeldes, Isabel, ni corta ni perezosa, pensó en volver a Madrid para poner las cosas en su sitio. Pero, por suerte para ella (y para el caos que habría causado), la convencieron de que mejor no lo hiciera. Porque, sinceramente, ¿qué podía hacer una reina que llevaba más tiempo vacacionando que gobernando? Así que, siguiendo la tradición familiar (porque su padre Fernando VII también había optado por la ruta del exilio cuando las cosas se ponían feas), Isabel agarró su tren en San Sebastián y, el 30 de septiembre de 1868, cruzó la frontera hacia Francia. De reina a expatriada en un suspiro.

Eso sí, Isabel no iba a renunciar a la corona. ¡Ni hablar! Solo porque estaba en el exilio no significaba que dejara de considerarse reina de España. Durante más de treinta años vivió en París como una auténtica "influencer" del siglo XIX, disfrutando de la vida cómoda en su palacio de Basilewski (después "Palacio de Castilla"). Y, por supuesto, financiada por el gobierno español, que no solo la dejó irse, sino que además le mandaba un jugoso subsidio para que no le faltara de nada en su vida parisina.

¿Y el pobre Francisco de Asís, su marido? Bueno, digamos que Isabel también aprovechó para separarse de él. Al final, en 1870, decidió abdicar en su hijo Alfonso, que años después, con la Restauración, volvería para reinar como Alfonso XII. Pero esa ya es otra historia.

En resumen, Isabel II no perdió el trono en una gran batalla ni en una revuelta épica. Simplemente se fue de vacaciones y, cuando quiso darse cuenta, ya no tenía un reino al que volver. ¿Y qué hizo? Pues lo más lógico: instaló su vida en París, lejos del caos español, y disfrutó de los placeres de la vida... con el dinero de todos.

El eco de "Al alba" y la España que despertaba

Es curioso cómo algunas canciones trascienden su dimensión artística para convertirse en el reflejo de un momento histórico, en la voz de una época que busca expresarse más allá de lo permitido. Si hay un ejemplo claro de ello en la historia reciente de España, es "Al alba", una composición de Luis Eduardo Aute que, más que una canción, fue el grito ahogado de una sociedad al borde del cambio, al borde del despertar.

"Al alba" es un símbolo de esos tiempos convulsos, los del final del franquismo. Su origen, como ocurre con muchas obras que perduran, está marcado por un acontecimiento trágico: los fusilamientos del 27 de septiembre de 1975. Ese día, a dos meses de la muerte del dictador, cinco personas fueron ejecutadas, tres de ellas pertenecientes al FRAP y dos a ETA. Un acto que se vivió como la última demostración de fuerza de un régimen que, pese a su inminente fin, no estaba dispuesto a ceder ni un ápice de poder. El franquismo, moribundo pero aún letal, quiso con esos fusilamientos dejar claro que seguía controlando el destino de España.

Pero si algo quedó claro tras esas ejecuciones es que ese control era más ilusorio que real. Las críticas no tardaron en llegar, y no solo desde dentro de nuestras fronteras. Las principales capitales del mundo se alzaron en contra de esa demostración brutal de poder. Desde París a Roma, desde Bruselas a Londres, gobiernos, instituciones, ciudadanos, todos expresaron su condena. Incluso el Papa Pablo VI, en un gesto insólito, llamó personalmente a Franco para pedir clemencia por los condenados. La respuesta del dictador fue tan fría como reveladora: no atendió la llamada. Estaba, según se dijo, "descansando". ¿Qué mayor símbolo del final de un régimen que su líder, cansado, refugiado en su alcoba, mientras el mundo clamaba a las puertas?

Es en este contexto donde nace "Al alba". Una canción que, con su tono melancólico y su poética de despedida, expresaba el dolor, la rabia contenida y la esperanza en un futuro diferente. Aute, con su capacidad para envolver el drama en belleza, logró convertir lo que podía haber sido un lamento en un canto a la vida, a la resistencia y al cambio. Aunque la censura de la época impidió que la canción mencionara explícitamente los fusilamientos, la metáfora era clara para quien quisiera entenderla. Era una despedida, sí, pero no solo de las vidas arrebatadas, sino también de un régimen que agonizaba.

"Al alba", entonces, no es solo una canción. Es la historia de un país que despertaba, que pese al miedo, a las represalias, empezaba a ver el horizonte más allá de las sombras de la dictadura. Es la historia de cómo el arte, en su forma más pura, se convierte en el refugio de quienes no pueden gritar abiertamente, pero sí cantar. Y es también el recordatorio de que, por muy oscuros que sean los tiempos, siempre llega el alba.

Hoy, casi cincuenta años después, seguimos escuchando "Al alba" como el eco de una España que, en su día, luchó por abrir los ojos y encontrar su voz. Y tal vez, al hacerlo, recordemos que hay luchas que nunca deben olvidarse, porque son las que nos permiten ser quienes somos hoy.

El Santo Grial: Historia, Fe y Misterio en Aragón

El 26 de septiembre de 1399, un objeto de leyenda, el Santo Grial, fue entregado por los monjes del monasterio de San Juan de la Peña al rey Martín I el Humano, en un acto que marcaría el inicio de un viaje simbólico y físico de la reliquia por los territorios de la Corona de Aragón. Desde la Aljafería en Zaragoza, donde fue depositado inicialmente en la capilla real del monarca, el cáliz emprendería un periplo que lo llevaría a Barcelona, luego a Valencia, donde permanecería desde 1437 en la catedral de esta ciudad, un lugar que todavía lo custodia. Este hecho histórico no solo subraya la importancia del Grial como símbolo religioso y político, sino que plantea preguntas fascinantes sobre el origen de la reliquia y su autenticidad.


El Grial en Aragón: Historia y leyenda

El camino del Santo Grial hacia Aragón es un misterio envuelto en leyendas y tradiciones orales que, a falta de pruebas concluyentes, han avivado la imaginación de generaciones de creyentes e historiadores. Según la tradición más extendida, fue San Lorenzo, el mártir oscense, quien envió el cáliz desde Roma hasta Huesca para protegerlo de las persecuciones cristianas bajo el Imperio Romano. Esta versión popular sitúa el Grial en varios enclaves de Aragón, como San Pedro el Viejo en Huesca, Yebra de Basa y Siresa, antes de llegar a su último destino monástico en San Juan de la Peña.

Aunque las historias vinculadas al Grial son, en su mayoría, difíciles de verificar, el hecho de que Aragón fuera una parada clave en su viaje real se sustenta en los registros históricos de la época de Martín I. Sin embargo, su llegada a tierras aragonesas antes del siglo XIV no cuenta con evidencia sólida. La conexión con San Lorenzo y su traslado desde Roma son más un relato de fe que un hecho comprobado.

La investigación de Antonio Beltrán

En tiempos recientes, el arqueólogo e historiador Antonio Beltrán realizó uno de los estudios más detallados sobre el Santo Grial custodiado en la Catedral de Valencia. Según Beltrán, la copa superior del cáliz, que es de piedra de ágata, muestra signos de antigüedad que podrían situarla en el siglo I d.C., y habría sido elaborada en algún lugar del Mediterráneo oriental, posiblemente en Antioquía o Alejandría. No obstante, la base y la ornamentación del cáliz son claramente medievales, añadiéndose durante la Edad Media, cuando el culto al Grial se expandió por Europa.

Lo más revelador del estudio de Beltrán es su prudente conclusión: no hay evidencia que confirme de manera irrefutable que este cáliz sea el mismo que Jesús utilizó en la Última Cena, pero tampoco existe prueba alguna que lo descarte. Esta ambigüedad, que mezcla ciencia, historia y mito, es lo que hace del Grial un objeto tan fascinante. La posibilidad, aunque remota, de que la copa tenga un vínculo con los eventos más sagrados del cristianismo sigue alimentando la devoción y el misterio.

Fe y política en la Corona de Aragón

El Santo Grial no solo es un objeto de devoción, sino también un símbolo de poder que ha acompañado a los monarcas de la Corona de Aragón. Martín I el Humano, al recibir el Grial en Zaragoza, buscaba consolidar su autoridad vinculándose a una reliquia tan prestigiosa. Posteriormente, Alfonso el Magnánimo lo utilizó como garantía de un préstamo para financiar su campaña militar en Nápoles, un ejemplo claro de cómo las reliquias no solo tenían valor espiritual, sino también político y económico en la Europa medieval.

El hecho de que el Grial haya sido entregado a la catedral de Valencia tras la incapacidad de Alfonso de devolver el préstamo muestra cómo las joyas de la corona y las reliquias sagradas se entrelazaban en las tramas del poder monárquico. El Grial, entonces, no solo fue un objeto de veneración, sino un peón en los juegos de poder de los reyes aragoneses.

Entre la historia y la fe

La historia del Santo Grial en Aragón, desde San Juan de la Peña hasta Valencia, es una narrativa que refleja el entrelazamiento de la política, la religión y la cultura en la Europa medieval. Aunque las pruebas históricas de su autenticidad son escasas, la fe de los creyentes sigue manteniendo vivo el interés por este objeto, que continúa siendo un símbolo de la búsqueda del trascendente.

En última instancia, la historia del Grial nos recuerda que la línea entre la realidad y la leyenda es a menudo difusa, y que en el corazón de muchos de los relatos más perdurables de la humanidad se encuentra una mezcla de hechos y creencias. Como bien señala Antonio Beltrán, la ciencia puede ofrecernos datos valiosos, pero en lo que respecta a la verdadera naturaleza del Santo Grial, es la fe la que tiene la última palabra.

El mejor espía de la segunda guerra mundial

Si alguna vez ha habido un artista de la mentira digna de una ovación cerrada, ese es Joan Pujol García, alias Garbo. El espía más embaucador que Europa haya conocido, y no precisamente porque llevara esmoquin y pajarita al estilo James Bond. No, nuestro hombre iba de lo más normalito, y quizás ahí radicaba parte de su encanto. ¿Quién iba a sospechar de un tipo así? Ni los alemanes, eso está claro.

Garbo, como lo bautizaron los británicos, fue la estrella del mayor truco de prestidigitación militar de la Segunda Guerra Mundial. Y no, no se me ofendan los espías de traje impoluto y coches deportivos, pero este barcelonés les dio sopas con hondas a todos. Se inventó, ni más ni menos, que una red de 27 agentes ficticios. ¡Veintisiete! Con biografía, manías, formas de escribir… ¡Hasta les creó estilos literarios diferentes! 

Gracias a Garbo, Hitler picó el anzuelo como un pardillo. El Führer, que no era ningún tonto, se tragó el cuento de que la invasión aliada ocurriría en otro lugar y en otro momento. Mientras tanto, las tropas aliadas desembarcaban tranquilamente en Normandía en junio de 1944, y el bueno de Garbo seguía mandando mensajitos a los alemanes para entretenerlos con un festival de información falsa. Lo de este hombre era un arte, y no cualquiera; era un performance de la desinformación en toda regla.

Y ojo, que Pujol no solo fue un espía para los británicos. No, él lo hizo a lo grande: condecorado tanto por los alemanes con la Cruz de Hierro como por los británicos con la Orden del Imperio. Eso es como ganar el Balón de Oro y el Nobel de la Paz el mismo año, pero a lo espía. Menudo crack.

Por si fuera poco, Garbo no trabajaba solo. Tuvo la inestimable ayuda de su esposa, Araceli González, una gallega que tampoco se quedaba corta en astucia. Entre los dos montaron una charada que engañó a medio mundo, y de paso, ayudaron a poner fin a una de las guerras más devastadoras de la historia.

Así que la próxima vez que veáis una película de espías, recordad a este genio que, sin gadgets, sin Aston Martin, pero con mucha imaginación, cambió el curso de la historia desde la sombra. Y lo mejor de todo: hizo que Hitler se tragara una trola de campeonato. ¡Bravo, Garbo!

Mihailo Tolotos: el hombre que vivió en un mundo sin Eva

Mihailo Tolotos, el hombre que pasó 82 años de su vida sin saber lo que era el “pecado original” del Jardín del Edén, tiene un récord tan peculiar como desconcertante. Nació en 1856, a los pies de un monasterio en el Monte Athos, y allí mismo selló su destino: jamás conocería a una mujer en carne y hueso. Y ojo, que no hablo de las relaciones amorosas, ni de dramas de pasiones prohibidas. No, no. Este buen Mihailo no conoció ni el sonido de la voz de una mujer en persona.

Parece el argumento de una novela absurda, pero no, Tolotos vivió su larga y tranquila existencia dentro de los muros del Monte Athos, ese lugar donde el tiempo se ha parado y las mujeres están vetadas, como si Eva nunca hubiese cogido la dichosa manzana. Todo muy bíblico y antiguo, por supuesto. Los monjes que lo criaron en este “idílico” entorno, tan desconectado de la realidad como una película de ciencia ficción, se aseguraron de que nuestro hombre no tuviera ningún contacto con el “peligroso” mundo exterior.

Para entenderlo mejor, el Monte Athos es una península en Grecia que bien podría ser el plató de una película de la Edad Media. Allí no entra mujer alguna. No por elección, sino por decreto. Desde hace más de mil años, estos monjes han creado una especie de club exclusivo de caballeros… pero sin todo lo que implica un club social. La cosa es que no se afeitan, no se lavan mucho (que no todo es perfecto en esta vida monástica) y, sobre todo, no permiten a las mujeres. Ni a ellas ni a los animales hembra. Para evitar tentaciones, claro. Al final va a ser que la cabra tira al monte... ¡pero no en Athos!

Volviendo a Mihailo, que vivió su larga vida de 82 años en este ambiente tan “puro”, me pregunto si alguna vez tuvo curiosidad. ¿Qué habrá pensado al ver las ilustraciones de mujeres en los pocos libros que le permitirían ojear? ¿Un poco de sorpresa? ¿Algo de desconcierto? O quizás pensaba que todas eran apariciones divinas, vaya usted a saber.

Lo fascinante es que, a pesar de su reclusión extrema, Tolotos parece que nunca preguntó por esas figuras que, por mucho que en el Monte Athos intentaran ignorar, siguen existiendo más allá de sus muros. En todo caso, tal vez nunca le importó demasiado. Vivió en la quietud monástica, entre rezos, barba tupida y el eco de las plegarias en los pasillos de piedra fría. Sin dramas, sin líos de faldas (literalmente), ni chismes de patio de vecinos.

Tolotos falleció en 1938, sin haberse asomado nunca a una ventana desde la que divisar la mitad de la humanidad. Ni siquiera sabía cómo era un rostro femenino real. ¿Es triste o liberador? Eso queda al gusto del lector. Lo que está claro es que el bueno de Mihailo se fue de este mundo habiendo evitado uno de los grandes misterios de la vida. ¡Y aún hoy los monjes de Athos siguen con su tradición milenaria! Uno se pregunta si, a estas alturas, no estará por ahí algún Tolotos 2.0, completamente ajeno a la era de las redes sociales y los selfies.

Quizá para ellos, la ignorancia es realmente una bendición. Pero, ¡oye! para gustos los colores... o en este caso, los hábitos.

Se va a armar la gorda: Un grito que sigue resonando desde 1868

Cuando escuchamos la frase "se va a armar la gorda" y, sin más, entendemos que algo grande y problemático está por suceder. Pero, ¿sabemos de dónde viene realmente esta expresión tan nuestra, tan cotidiana? Pues su origen tiene raíces profundas, y nos lleva a un momento crucial de la historia de España.

Todo se remonta a septiembre de 1868, cuando estalla una de esas revueltas que marcan el pulso de un país. Estamos hablando de La Gloriosa, o la Revolución de Septiembre, ese levantamiento militar que acabaría con el reinado de Isabel II y abriría paso al Sexenio Democrático. No es una anécdota cualquiera. Fue un terremoto político, social y económico que agitó a una España en pleno hervidero, en una Europa también convulsa.

En los días previos y durante el desarrollo de la insurrección, el miedo estaba en el aire. Los rumores corrían de boca en boca, y muchos temían lo que podría desatarse. Ese miedo colectivo, esa ansiedad por lo que podría venir, fue lo que dio lugar a la expresión “se va a armar la gorda”. Así, "la gorda" no era una mujer corpulenta, ni mucho menos, sino una manera coloquial de referirse a la magnitud de los disturbios y el caos que amenazaba con estallar en cualquier rincón del país.

Y vaya si se armó. El exilio de la reina, el vacío de poder, el descontento de gran parte del pueblo y los nuevos aires republicanos fueron solo la punta del iceberg. Era el comienzo de seis años llenos de vaivenes, en los que España buscaba su camino entre repúblicas, monarquías y pronunciamientos.

El término quedó para la posteridad. "La gorda" ya no era solo el fantasma de una revolución pendiente, sino el símbolo de todo aquello que presagiaba un gran alboroto, un conflicto que podía estallar en cualquier momento.

Y hoy, más de 150 años después, seguimos diciendo, con la misma intención y casi con el mismo temor, "se va a armar la gorda". Cada vez que las tensiones políticas suben, cada vez que la crispación en la calle es palpable, esa frase, tan española como el propio conflicto, resuena en la mente de muchos. Porque, si algo nos ha enseñado la historia, es que las "gordas" siempre están al acecho, esperando su momento para irrumpir en el escenario.

Melilla: La puerta de África en la historia de España

La historia de Melilla es una de esas que pocos conocen en profundidad, pero que, una vez desentrañada, revela las complejidades de un mundo medieval en el que la religión, el comercio y la geopolítica entrecruzan sus caminos. Una ciudad que, a menudo olvidada por su lejanía, fue crucial en los intereses de la Corona de Castilla, en la defensa de las rutas comerciales y, paradójicamente, en la perpetua lucha contra la piratería en el Mediterráneo.

Los orígenes de Melilla son antiguos, remontándose a los fenicios allá por el siglo VII a.C., pero su verdadera importancia para la historia de España no se consolidaría hasta finales del siglo XV, cuando el duque de Medina-Sidonia, Juan Alonso Pérez de Guzmán, decidió conquistarla. Este personaje, muy vinculado a los Reyes Católicos, fue quien impulsó la toma de la ciudad en 1497, pero no fue suya la fama. No. El verdadero héroe de esta historia, aunque muchas veces relegado a un segundo plano en los libros de texto, es Pedro de Estopiñán, un gaditano con alma de estratega, que materializó esta empresa militar en nombre del ducado.

No pensemos que la toma de Melilla fue una operación militar de gran envergadura o una cruzada religiosa al uso. No. Los motivos para la conquista de esta plaza van mucho más allá de la simple reconquista cristiana. Los Reyes Católicos, ya habiendo culminado la toma de Granada en 1492, se hallaban inmersos en las guerras italianas, preocupados por los movimientos políticos en Europa, más que por una pequeña ciudad fortificada en la costa africana. Sin embargo, el duque de Medina-Sidonia, con sus propios intereses comerciales y militares en juego, vio en Melilla una oportunidad. No era solo una cuestión de fe o poder territorial, sino de proteger las rutas mercantiles hacia el norte de África, donde el comercio con los musulmanes, aunque oficialmente prohibido, seguía siendo una realidad económica ineludible.

Fue en septiembre de 1497 cuando Pedro de Estopiñán, con una flota que había sido aprovisionada con anterioridad, puso rumbo a Melilla. Al llegar, la encontró prácticamente deshabitada y en ruinas, producto de las constantes guerras entre los sultanatos de Fez y Tlemecén, eternos rivales en el control de esa región. El escenario estaba lejos de parecerse a lo que uno esperaría de una conquista gloriosa. Estopiñán no encontró apenas resistencia. En lugar de un gran ejército, lo que se encontró fue una ciudad devastada y abandonada por sus habitantes.

La verdadera conquista de Melilla no fue una batalla de espadas y sangre, sino una de perseverancia y organización. Estopiñán, fiel a su genio militar, entendió que el verdadero desafío no era tomar la ciudad, sino mantenerla. En pocos días, ordenó la reconstrucción de las defensas, reparó las murallas y estableció una guarnición permanente. Si bien la toma inicial de la ciudad fue relativamente sencilla, el verdadero reto llegó después, cuando las fuerzas moras intentaron recuperarla. Melilla, desde aquel 17 de septiembre de 1497, se transformó en un bastión clave para la defensa del sur de la península y del comercio español en el Mediterráneo.

El éxito de Estopiñán no solo se debió a su habilidad para manejar tropas, sino también a su capacidad para anticiparse a los ataques enemigos. Sabía que el control de Melilla era frágil, que los intentos de reconquista serían constantes, y que el verdadero valor de la ciudad residía en su posición estratégica. Y así fue: Melilla, desde ese momento, se convertiría en una ciudad española en África, una especie de frontera que, a lo largo de los siglos, sería punto de fricción, intercambio y resistencia.

El legado de Pedro de Estopiñán es, sin duda, uno que merece mayor reconocimiento. No solo por la conquista de una ciudad que pocos querían o valoraban en su tiempo, sino porque supo verla como lo que era: una llave. La llave que abría las puertas a la influencia de Castilla en el Mediterráneo africano. Hoy, la ciudad de Melilla le rinde homenaje cada 17 de septiembre, pero su historia, como tantas otras, ha quedado oscurecida por el paso del tiempo. Sin embargo, basta con rascar un poco en el pasado para redescubrir a esos hombres que, como Estopiñán, moldearon la historia desde las sombras, con una mezcla de audacia, pragmatismo y visión de futuro.

Así que la próxima vez que oigamos hablar de Melilla, no pensemos solo en una ciudad en la costa africana. Pensemos en lo que representa: la perseverancia de un hombre y la astucia de un reino en un momento en que el mundo se abría a nuevas rutas y oportunidades. 

Espartero asume la jefatura del Gobierno, antesala de su regencia


En 1840 la regente María Cristina, que en su momento fue venerada como si hubiera salvado al país de todas las calamidades, se encontró con el general Baldomero Espartero, un personaje que no estaba precisamente para tonterías. Este hombre, que se había hecho un hueco en el panorama político y militar a base de dar por todos los lados, no era de los que se contentaban con títulos nobiliarios. Que sí, que le pusieron el lazo de duque de la Victoria, duque de Morella y más títulos de esos que suenan muy pomposos, pero a él lo que realmente le interesaba era mndar.

Espartero no era tonto y ya había olido a distancia que la cosa de la Regencia olía a chamusquina. La madre de Isabel II, María Cristina de Borbón-Dos Sicilias, había perdido crédito con el pueblo. Y no solo por su falta de tino político, sino porque casarse en secreto con un guardia personal, el tal Fernando Muñoz, no le hacía ningún favor a su imagen. El matrimonio morganático —así se le llama a esas bodas de "¡Ay, qué dirán!"— no era muy popular que digamos. La pobre Cristinita, que empezó siendo la gran heroína para muchos, acabó cayendo en desgracia.

En medio de este caos aparece Espartero, a quien ya le habían endosado unas cuantas responsabilidades militares, como si fuera un bombero apagando incendios por toda España. Lo suyo era ganar guerras: en Luchana, Bilbao, Morella… vamos, que donde ponía el pie, las tropas carlistas salían por patas. Pero lo militar no le bastaba, no señor. Cuando el desorden político ya era insostenible y los gobiernos duraban menos que un caramelo a la puerta de un colegio, Espartero pensó: "Aquí hace falta alguien con mano firme". Y vaya si lo hizo.

Primero se colocó como presidente del Consejo de Ministros el 16 de septiembre de 1840, pero con el descaro que lo caracterizaba, no se conformó con eso. A finales de mes, Espartero ya había mandado a María Cristina a hacer las maletas. La reina madre no tuvo más remedio que marcharse, resignada, cediendo el poder de la regencia a este militar que, entre batalla y batalla, ya se había hecho un nombre.

Así que ahí lo tienes, Espartero, el que nunca decía no a una buena pelea, ahora con el bastón de mando en la mano. ¿Qué había pasado para que todo el poder acabara en manos de este hombre? Sencillo: no solo era un hábil militar, sino que también sabía moverse en las aguas turbias de la política. Aprovechó la inestabilidad, el desprestigio de la regente y el respaldo del Partido Progresista para colocarse en la cima. Porque claro, cuando alguien se ha acostumbrado a ganar en el campo de batalla, ¿cómo no va a querer gobernar?

Espartero pasó de héroe militar a regente, aunque la historia nos enseña que tampoco es que le fuera todo viento en popa después de eso. Pero, de momento, en 1840, era el gran salvador de una España que seguía tambaleándose entre la monarquía y las guerras civiles, siempre buscando a alguien que viniera a "arreglar" las cosas. Y Espartero, con su temple de hierro y su "aquí mando yo", se había erigido como la última esperanza. O eso creía él.

Cuando las Canarias casi fueron portuguesas.

Las islas Canarias, ese paraíso soleado que hoy es sinónimo de playa, turismo y encanto, estuvieron a punto de tener otro destino histórico en el siglo XV. Porque, sí, hubo un momento, aunque fugaz, en que estas islas fueron portuguesas. Pero, atención, ¡menos de dos meses! Y es que el 15 de septiembre de 1436, un papa que no sabemos si era muy torpe o que se hacía el tonto muy bien, firmó una bula que otorgaba a Portugal el derecho de quedarse con las Canarias.

La bula en cuestión, firmada por el papa Eugenio IV, proclamaba que las islas, entonces habitadas por “paganos”, no tenían ningún príncipe cristiano que reclamara derechos sobre ellas. Claro, los portugueses, que llevaban tiempo con ganas de hincarle el diente a las Canarias, se frotaron las manos. Era la jugada perfecta para ellos. Y no, no tenían que luchar en batalla campal. Bastaba con engatusar al papa de turno y prometer la evangelización de los nativos.

Pero, un momento... ¡Los castellanos ya llevaban casi un siglo en Canarias! ¿Cómo podía ser que “ningún príncipe cristiano” reclamara derechos? Pues, según la bula, a ojos del papa, Castilla no había pedido formalmente su bendición para la conquista, aunque ya estaban bien instalados en islas como Lanzarote y Fuerteventura. Así que, los portugueses aprovecharon la oportunidad, diciendo que los castellanos habían olvidado evangelizar las islas mayores como Tenerife y Gran Canaria, y se ganaron el favor del pontífice.

Sin embargo, la jugada no les salió tan redonda. Juan II de Castilla, que no estaba dispuesto a perder ni un trocito de tierra, reaccionó de inmediato. En menos de lo que canta un gallo, envió a Roma una delegación que le dijo al papa, básicamente: “¿Pero qué estás haciendo?. Los castellanos llevamos en Canarias la vida y estamos evangelizando como campeones. Así que, ¿qué es esto de darle las islas a los portugueses?”

Y, como suele pasar en la diplomacia eclesiástica, lo que se dice hoy, se cambia mañana. Eugenio IV reculó y cincuenta y dos días después estaba firmando otra bula que dejaba claro que las Canarias eran de Castilla. Que si antes dijo “digo”, ahora decía “Diego”. Los portugueses, a otra cosa, y los castellanos, tan contentos.

Este episodio, aunque corto y anecdótico, nos recuerda cómo, en aquellos tiempos, las conquistas y los territorios se jugaban tanto en el campo de batalla como en los despachos y, por qué no decirlo, en los pasillos del Vaticano. Y es que, más allá de la fuerza de las espadas, era clave tener de tu lado al papa, que bien podía cambiar la historia con un simple golpe de pluma.

Golpe de Estado del General Primo de Rivera

Jornada dedicada a los salvapatrias la del 13 de septiembre de 1923, el día en que Miguel Primo de Rivera dio su peculiar golpe de Estado. ¡España! Siempre con su arte de tropezar con la misma piedra. Si uno piensa que solo en el siglo XXI vemos crisis políticas y líderes que buscan atajos con golpes de efecto, o más bien de Estado, hace falta recordar aquel bonito episodio protagonizado por un tal Miguel Primo de Rivera.

En 1923, el general de turno decidió que ya estaba bien de tanta corruptela, tanto desorden y tanto caos, y se plantó en Barcelona el 13 de septiembre como si fuera el salvador de la patria. Y lo hizo, cómo no, mientras Alfonso XIII, rey de vacaciones y de oídos sordos, miraba al mar en San Sebastián, como quien no quiere la cosa. El rey tuvo la oportunidad de parar los pies al militar, ¡claro que la tuvo! Pero, en lugar de eso, decidió que mejor dejaba correr el tema, no fuera a ser que le tocaran demasiado la corona. Y cuando decidió intervenir, no fue precisamente para frenar el golpe, sino para darle su bendición al Directorio Militar que Primo de Rivera instaló como quien monta un chiringuito en la playa. Porque, para qué complicarse, ¿verdad? Si al final, a Alfonso XIII no le venía nada mal eso de una "mano dura" que le arreglara un poco su patio de recreo.

Primo de Rivera, impactado aún por las miserias del 98 y por un cúmulo de desastres nacionales —porque a España no se le da bien eso de los éxitos—, veía el país como un desastre sin arreglo. Con la Iglesia peleando por su cuota de poder, los militares que intervenían más de lo que debían, los anarquistas haciendo ruido, y la guerra de Marruecos desangrando a la nación, el general decidió que él sí que iba a poner orden. Bueno, orden al estilo Mussolini, que era lo que estaba de moda entonces; ya se sabe, un poquito de fascismo por aquí, un discursito contra los "profesionales de la política" por allá, y listo, ya tenemos un cóctel para atraer a la burguesía catalana y a todo aquel que andaba harto de la vieja política. El acuerdo al que llegaron rey y militar era que pondrían el país en orden en tres o cuatro meses, harían una limpia de políticos corruptos, solucionarían la sangría del ejército en Marruecos y luego España elegiría a sus gobernantes como Dios manda. ¿Alguien conoce a algún dictador con palabra? Pues eso. Seis años costó apearlo del poder. 

Primo de Rivera era un militar metido a político, a mal político. Carecía de ideología y sólo tenía un patriotismo exacerbado y un fervor enfermizo hacia la monarquía, dos cosas absolutamente contraproducentes para hacer buena política. Al principio, consiguió el apoyo de todos, pero porque a todos prometía cosas que puestas todas juntas eran incompatibles. Pactó con los catalanistas, con los españolistas, con los liberales, con los radicales, con los que querían abandonar la guerra de Marruecos, con los que querían seguir... con todos.Y luego empezó a liarla: prohibió el catalán, continuó en Marruecos, sustituyó a todos los gobernadores civiles por militares, disolvió todos los Ayuntamientos, desterró a Unamuno... Al final, acabó con todo el mundo en contra: intelectuales, políticos y militares. Y ahora la parte buena: España vivió en aquellos locos años veinte uno de sus mejores momentos económicos durante la dictadura, ayudado qué duda cabe, por la bonanza económica que vivía Europa. Pero el mérito no fue del Primo, fue del Calvo. De José Calvo Sotelo, el ministro de Hacienda que manejó los dineros con mucho más arte que el general el país.

El golpe de Primo de Rivera, como tantos otros, acabó donde acaban casi todos: en nada. El general se quedó fuerzas en 1930, dimitió y se fue a París a reflexionar —o a lo que fuera que hacen los exdictadores en sus retiros—. Y así se cerró otro capítulo más de la historia patria, que, si algo nos enseña, es que la historia en España no se repite, sino que se enreda sobre sí misma en una espiral de golpes, caídas y vueltas al mismo punto. Y aquí seguimos, a ver si algún día aprendemos la lección.

El Día de los Mártires: Recordando a Steve Biko, la Voz Silenciada del Apartheid

12 de septiembre de 1977, una fecha que quedará grabada en la historia como un doloroso recordatorio de la brutalidad del apartheid en Sudáfrica. Ese día, en un hospital de la policía, maniatado y golpeado hasta casi la muerte, falleció Stephen Biko, el líder del movimiento de la Conciencia Negra. Biko no solo fue un líder; fue un símbolo de resistencia y esperanza para millones de sudafricanos negros oprimidos bajo el yugo de un régimen que parecía inquebrantable.

Desde su nacimiento en 1946 en un poblado marginal de la provincia del Cabo, Biko estuvo rodeado de la sombra de la segregación y la injusticia. Pero lejos de rendirse ante la opresión, su espíritu combativo emergió desde sus años de secundaria, donde ya se perfilaba como un rebelde contra el establishment. Expulsado por su actitud desafiante, Biko no tardó en dejar su huella en la historia de la resistencia sudafricana: en 1969 fundó la South African Students Organisation (SASO), el primer sindicato de estudiantes exclusivamente negro. Esta organización no solo fue un refugio para jóvenes estudiantes, sino también una incubadora de ideas y estrategias que buscaron darle un nuevo enfoque a la lucha por la liberación.

Y es que Biko entendió que la lucha contra el apartheid no solo era una batalla física, sino también psicológica. Su filosofía de la Conciencia Negra fue una llamada a la autoestima, a la autoafirmación y al orgullo de ser negro en un país donde esa identidad era constantemente vilipendiada. Su enfoque se desmarcó de otras luchas, separándose incluso de los liberales blancos antiapartheid, para centrarse en la unificación y el empoderamiento de los negros. Biko no solo buscaba la igualdad; buscaba un renacimiento de la dignidad negra, un cambio de paradigma que, según él, sería la chispa que encendería una revolución social.

La muerte de Biko no fue solo una tragedia personal; fue un escándalo que resonó a nivel mundial. Negada inicialmente por el gobierno blanco minoritario, la noticia de su muerte suscitó protestas internacionales y llevó a las Naciones Unidas a imponer un embargo de armas contra Sudáfrica. Al año siguiente, el 12 de septiembre fue declarado el primer "Día de los Mártires", una jornada para recordar no solo a Biko, sino a todos aquellos que dieron su vida en la lucha contra el apartheid.

La lucha de Steve Biko no terminó con su muerte. Sus ideas perduraron y se adaptaron, convirtiéndose en una fuente de inspiración para movimientos en todo el mundo. Su vida ha sido inmortalizada en canciones, como la emblemática "Biko" de Peter Gabriel, y en el cine con la película "Grita Libertad" (Cry Freedom), dirigida por Richard Attenborough y protagonizada por un joven Denzel Washington.

El apartheid finalmente cayó en 1991, pero la herencia de Biko sigue viva. En cada acto de resistencia, en cada demanda de justicia, su voz resuena con fuerza. Hoy, al recordar el Día de los Mártires, celebramos no solo a un hombre, sino a un movimiento. Porque, como dijo Biko: "La lucha de los negros no puede limitarse solo a un enfrentamiento físico; es también una batalla por el alma". Y en esa batalla, Biko fue y sigue siendo una llama inextinguible.

Los atentados del 11 de septiembre

El 11 de septiembre de 2001, el mundo se detuvo. A las 8:48 de la mañana, un Boeing 767 de American Airlines se estrelló contra la Torre Norte del World Trade Center, y con ese primer impacto comenzaba una secuencia de horrores que dejaría al descubierto nuestra vulnerabilidad y cambiaría para siempre la manera en que entendemos la seguridad y la amenaza del terrorismo global. Un día que aún resuena con fuerza en la memoria colectiva, un recordatorio constante de que nada es intocable.

Lo que parecía un accidente aterrador se transformó, en cuestión de minutos, en un ataque coordinado y despiadado. A las 9:03, otro avión impactó contra la Torre Sur, disipando cualquier duda sobre la intencionalidad del primer choque. Eran aviones comerciales cargados de pasajeros, hombres, mujeres y niños que se convirtieron en armas letales bajo el control de terroristas suicidas. En total, cuatro aviones fueron secuestrados esa mañana. Uno de ellos se estrelló contra el Pentágono, el corazón militar de Estados Unidos. Otro, tras una lucha heroica de sus pasajeros por recuperar el control, se estrelló en un campo cerca de Pittsburgh, evitando otro ataque potencialmente devastador.

El horror no terminó con los impactos. Las Torres Gemelas, símbolos de la pujanza económica de Nueva York y del mundo, se desplomaron como castillos de naipes, dejando una estela de polvo, escombros y un vacío en el horizonte de la ciudad. Decenas de miles de personas trabajaban en esos rascacielos. Muchas pudieron escapar, pero demasiadas quedaron atrapadas. Más de 2,600 personas perdieron la vida solo en el World Trade Center, en un escenario que el mundo observó con incredulidad y tristeza. Fue un espectáculo de horror en tiempo real, retransmitido a cada rincón del planeta.

Al Qaeda, el grupo terrorista liderado por Osama bin Laden, se adjudicó la autoría de los ataques, que habían sido meticulosamente planeados durante años, con operaciones financiadas desde Dubái y coordinadas desde lugares tan lejanos como Alemania, Malasia y Afganistán. La complejidad del plan, la utilización de recursos y la frialdad con la que se ejecutaron los secuestros, demostraron la capacidad de estos grupos para operar dentro de las mismas fronteras que atacaban. Los pilotos terroristas habían recibido entrenamiento en escuelas de vuelo estadounidenses, una ironía cruel y un error que costó miles de vidas.

La respuesta de Estados Unidos fue inmediata y contundente. El país se cerró sobre sí mismo: aeropuertos, fronteras, edificios públicos. El presidente George W. Bush, en su primer mensaje tras los ataques, prometió que los responsables serían capturados y castigados, iniciando así la llamada "Guerra contra el Terrorismo". Desde entonces, el mundo ha vivido bajo una nueva era de vigilancia y control, con estrictas medidas de seguridad en los vuelos, patrullas de seguridad incrementadas y un clima de desconfianza que ha cambiado la forma en la que nos relacionamos entre naciones y comunidades.

Las imágenes de ese día siguen siendo poderosas y dolorosas: la gente saltando desde las Torres Gemelas en un acto desesperado por escapar del infierno; los bomberos y policías, auténticos héroes, corriendo hacia el peligro en un intento por salvar vidas; el polvo y el caos, la desesperación y la valentía, todo capturado para la posteridad. Y aunque 17 años después seguimos lidiando con las consecuencias de esos ataques, desde las guerras en Oriente Medio hasta la omnipresente amenaza de nuevos atentados, el recuerdo del 11-S es también un recordatorio de la resiliencia humana.

El 11 de septiembre de 2001 no solo marcó el inicio de una nueva era de conflicto global, sino que también expuso las fragilidades de una superpotencia y nos obligó a replantearnos conceptos como seguridad, libertad y justicia. Fue un golpe devastador, pero también un catalizador para una profunda reflexión sobre quiénes somos y cómo enfrentamos el mal que habita entre nosotros. Aquel día, la historia cambió para siempre, y con ella, todos nosotros.

El Guernica regresa a España: un símbolo de resistencia y memoria

A veces, los símbolos de una nación no se forjan solo en los campos de batalla o en las cumbres de la diplomacia, sino en los trazos de un pincel, en el grito mudo de una obra de arte. Así ocurrió con el Guernica, el monumental cuadro de Pablo Picasso que, tras décadas de exilio, regresó a España como un acto de justicia histórica y reivindicación democrática.

La historia del Guernica comienza con el brutal bombardeo de la villa vasca de Guernica el 26 de abril de 1937, un ataque perpetrado por la aviación alemana, bajo las órdenes de Franco, con el siniestro objetivo de probar la efectividad de sus nuevos aviones y armamento. Aquella atrocidad, que dejó un rastro imborrable de muerte y destrucción, resonó en la conciencia de Picasso, quien, desde su exilio en Francia, plasmó en su lienzo el dolor y la desesperación de un pueblo devastado. El Guernica no es solo un cuadro, es un grito universal contra la guerra, una denuncia visceral de la violencia que trasciende el tiempo y las fronteras.

Picasso, comprometido con la causa republicana, capturó en el Guernica la angustia de la guerra: figuras femeninas desesperadas, un soldado caído, animales atrapados en la locura humana. Cada trazo, cada gesto extremo, habla de la tragedia del conflicto, una tragedia que Picasso trasladó a través del cubismo y un expresionismo feroz. La obra, al mismo tiempo moderna y profundamente arraigada en la tradición pictórica española, se convirtió en un alegato por la paz y en un símbolo internacional de la lucha contra la opresión y la barbarie.

Finalizada la Guerra Civil, y fiel al deseo de Picasso de que su obra no regresara a España hasta que el país no fuera una democracia, el Guernica encontró refugio en el MoMA de Nueva York. Con la muerte de Franco en 1975, comenzaron los preparativos para su regreso. No fue un camino fácil. Los primeros intentos se remontan a 1968, impulsados por el régimen franquista que buscaba apropiarse del simbolismo del cuadro, pero Picasso se mantuvo firme en su negativa. Las complicaciones no se limitaron a la diplomacia: en Madrid, los Guerrilleros de Cristo Rey atacaron con ácido una exposición de sus grabados, un hecho que no hizo sino reafirmar la decisión de mantener el cuadro fuera de las fronteras españolas hasta que se cumpliera la condición democrática exigida por su creador.

Fue en 1977 cuando el Congreso de los Diputados votó una resolución para repatriar el Guernica, junto a los restos de Alfonso XIII y Azaña, un acto cargado de simbolismo y voluntad de reconciliación. El regreso del Guernica, sin embargo, no se concretó hasta 1981, tras arduas negociaciones con los herederos de Picasso. Aquel 10 de septiembre, el cuadro aterrizó en Madrid, no solo como una pieza artística, sino como un testigo mudo de la historia reciente de España, un recordatorio de los horrores pasados y una advertencia para las generaciones futuras.

El Guernica es más que una obra de arte; es un espejo en el que España se mira y reconoce sus cicatrices, una lección que nos insta a no olvidar, a no repetir los errores que llevaron a la destrucción y la muerte. Hoy, el cuadro sigue colgado en el Museo Reina Sofía, donde miles de visitantes se detienen frente a él, no solo para admirar la genialidad de Picasso, sino para recordar que la paz es un logro frágil que requiere de la memoria y el compromiso de todos. 

La llegada del Guernica a España fue, y sigue siendo, un acto de justicia histórica. Un retorno que cerró un capítulo oscuro y abrió uno nuevo, en el que la democracia, la libertad y el arte se alzan como los verdaderos triunfadores de una historia de resistencia y dignidad.

El sitio de Leningrado

Imaginemos, un invierno ruso, de esos que congelan hasta el alma, y añadimos a la mezcla una invasión nazi. Nada agradable, ¿verdad? Pues eso fue precisamente lo que vivieron los habitantes de Leningrado durante casi 900 días de un asedio implacable. Cuando la Wehrmacht decidió que la ciudad símbolo de la Revolución de Octubre debía ser borrada del mapa, los leningradenses se plantaron y dijeron: “De aquí no nos movemos”. Y vaya que no lo hicieron.

En julio de 1941, los alemanes estaban ya a 150 kilómetros de la ciudad. Y ahí empezaron a apretar la soga. ¡Ojo! Que no hablamos de un pequeño cerco; era una estrangulación a conciencia, lenta y dolorosa. Para septiembre, Leningrado estaba completamente aislada, y cualquier contacto con el exterior era más una ilusión que una realidad. Solo el lago Ladoga y el golfo de Finlandia ofrecían un resquicio de comunicación, pero hasta eso era casi imposible. Los finlandeses y alemanes se aseguraron de que si alguien intentaba asomarse por ahí, se lo pensara dos veces.

¿Qué hacer entonces? Pues no quedaba otra que arremangarse y ponerse manos a la obra. Más de un millón de ciudadanos, con una mezcla de valentía y desesperación, se lanzaron a cavar trincheras, levantar barricadas y lo que hiciera falta. Obreros de fábricas, mujeres, ancianos y hasta niños se convirtieron en improvisados soldados de una guerra que, en muchos aspectos, ya parecía perdida. Porque claro, las bombas no cesaban, la munición escaseaba, y la comida... bueno, la comida se convirtió en un sueño lejano. Si el pan negro era el colmo, esperad a saber que, en pleno invierno, los leningradenses se zampaban desde medicinas hasta cuero, pasando por pintura y papel. Y no nos engañemos, hubo quien llegó al extremo de la antropofagia, porque cuando el estómago ruge y no hay más remedio, los límites se difuminan.

La cosa se puso aún más cruda cuando, en enero de 1942, 100.000 personas murieron de hambre en un solo mes. ¿Imaginamos caminar por las calles y ver cadáveres apilados en las aceras? Pues esa era la “normalidad” de Leningrado. Pero a veces, los giros inesperados dan un respiro, y en diciembre de ese año, el Ejército Rojo logró abrir una pequeña ventana de esperanza al restablecer la línea Tijvin-Volkov. Claro, la ayuda que llegaba era poca, pero como se suele decir, “menos da una piedra”.

La moral de los sitiados se elevó un poco más cuando llegó la noticia del triunfo en Stalingrado en enero de 1943. Fue como si, de repente, el viento soplara a favor. El Ejército Rojo, envalentonado, decidió pasar al ataque, rompiendo el cerco y abriendo una conexión ferroviaria con Moscú. Pero los alemanes no se iban a rendir sin más. Las bombas seguían cayendo, y las zonas civiles se convirtieron en los blancos preferidos de la Luftwaffe, intentando sembrar el caos y el pánico.

Finalmente, el 14 de enero de 1944 comenzó la batalla definitiva por la liberación de Leningrado. Casi un mes después, la ciudad respiró libre por primera vez en 900 días. Fueron jornadas de lucha, sufrimiento y muerte, pero también de una resistencia que pocos podían imaginar.

Muere Alfonso I el Batallador

Era 7 de septiembre de 1134 y Alfonso I de Aragón y Pamplona, conocido como el Batallador, se enfrentaba a su última batalla. No lo sabía aún, pero aquel combate en la campaña de Fraga sería su San Martino. ¿Cómo había llegado a este punto un rey que, más que gobernar, había vivido con la espada en la mano? Pues de la única manera que sabía: guerreando. Porque si algo le sobraba al bueno de Alfonso, además de enemigos, eran ganas de pelea. A ver, que no era Alfonso un hombre de esos de abrazar olivos y susurrar poesías. Lo suyo era más de espada, yelmo y arremeter contra todo lo que se moviera, fuera moro, cristiano, francés o lo que se le pusiera por delante. Con su afán expansionista, se la tenía jurada a medio mundo: gallegos, castellanos, musulmanes, catalanes, franceses y navarros; a veces, todos a la vez. Porque, en la Edad Media, en la Península Ibérica, la convivencia no estaba precisamente de moda.

Alfonso, que empezó a gobernar en 1104 y se tiró 30 años dale que te pego a la Reconquista (si lo podemos llamar así), había duplicado sus dominios y metido en su saco el valle del Ebro y, con él, Zaragoza y un buen pedazo más de terreno. Lo de Alfonso no era ganar batallas; era jugar al Monopoly medieval, con la diferencia de que aquí, en lugar de hoteles, se ponían castillos, y el que te caía encima no pagaba alquiler, sino que sacaba la espada y a ver quién de los dos quedaba en pie.

Alfonso no se contentó con lo conseguido. Como buen expansionista, tenía los ojos puestos en más allá de los Pirineos. La cosa era seguir expandiendo en nombre de la Reconquista y, si para ello había que tomar Bayona a costa de enfadar a los pamploneses, pues que se enfaden. Que para eso él era el rey, y de lo que mandaba un rey no se discutía, o al menos no a la cara. Después de aquello, aún tuvo tiempo de mirar hacia el este e intentar conquistar Fraga, pero el destino (o más bien una sorpresa de los musulmanes) le tenía preparada su última cita. Herido de muerte en la batalla, Alfonso se retiró a recomponer lo que quedaba de él y de su ejército, pero 50 días después, en un lugar llamado Poleñino, colgó la espada para siempre.

Pero claro, ser un buen guerrero no siempre te hace un buen político. ¿Y si no que se lo pregunten a los nobles navarros y aragoneses? Que ahí donde le ves, Alfonso, con todo su porte de rey, hizo un testamento que fue como tirar una bomba en la corte. “Que todo lo herede Dios y todos sus santos”, dejó escrito. Y ahí se quedaron los nobles, con cara de póker y una lista de reclamaciones que ríete tú del buzón de quejas de Mercadona. Porque a los nobles no les hacía ninguna gracia que, de un plumazo, el Batallador entregara el reino a los templarios y hospitalarios, dejando a sus leales sin nada a lo que agarrarse. Aquello era un desastre de proporciones bíblicas. Lo que empezó como un testamento "por si acaso" se convirtió en un caos monumental: desmembración del reino, ruptura de Navarra y, para poner la guinda, una inestabilidad política que te hacía desear que viniera alguien a poner orden, aunque fuera a golpe de maza.

La caída de la Unión Soviética

La historia tiene momentos que parecen precipitarse con una velocidad inusitada, y uno de ellos fue la disolución de la Unión Soviética en 1991. En un abrir y cerrar de ojos, un imperio que durante décadas había desafiado al mundo occidental, que había estado en el centro de la Guerra Fría y que había exportado su ideología comunista a los rincones más recónditos del planeta, simplemente dejó de existir. Las políticas de Mijaíl Gorbachov, el último líder de la URSS, con su perestroika y glasnost, no fueron suficiente para evitar el colapso, sino que más bien aceleraron la implosión del sistema.

Gorbachov llegó al poder con la intención de reformar un sistema agotado y corrupto, intentando un equilibrio casi imposible: mantener las bases del comunismo soviético mientras liberalizaba la economía y la sociedad. Sin embargo, el viejo aparato soviético estaba demasiado corroído por la ineficiencia y la apatía. Cada paso hacia adelante generaba un empuje hacia atrás por parte de los sectores más ortodoxos y nacionalistas, que veían las reformas como una amenaza existencial. Gorbachov se encontró atrapado en un laberinto sin salida, incapaz de formar la coalición política que necesitaba para sostener sus ambiciones.

El golpe de Estado de agosto de 1991, orquestado por los elementos más conservadores del Partido Comunista, fue la señal de que el fin estaba cerca. Aunque fracasó, dejó claro que el control de Gorbachov sobre el país era puramente nominal. Las repúblicas soviéticas, que hasta entonces habían sido subordinadas a Moscú, comenzaron a ver su oportunidad y, una tras otra, declararon su independencia. Las potencias occidentales, que durante tanto tiempo habían enfrentado a la Unión Soviética, rápidamente reconocieron la soberanía de los Estados bálticos —Estonia, Letonia y Lituania— como un primer paso simbólico hacia el desmantelamiento del imperio.

Mientras el país se desmoronaba, la economía seguía cayendo en picado. El hambre y la escasez de alimentos recordaban a los rusos los peores tiempos de la Segunda Guerra Mundial, y los supermercados vacíos se convirtieron en la imagen cotidiana de un país que se desvanecía ante sus propios ojos. En medio de este caos, Boris Yeltsin, el presidente de la entonces República Soviética Rusa, se erigió como la figura decisiva que terminaría por firmar la sentencia de muerte de la Unión Soviética.

El Tratado de Belovezh, firmado el 8 de diciembre de 1991 por Rusia, Bielorrusia y Ucrania, marcó oficialmente la disolución de la URSS y la creación de la Comunidad de Estados Independientes (CEI). Aunque Gorbachov intentó resistir describiendo el tratado como un golpe inconstitucional, la realidad era que no había marcha atrás. Rusia, la mayor de las repúblicas soviéticas, aceptó formalmente su secesión y el país que durante casi 70 años había sido una superpotencia quedó reducido a fragmentos. Para el 21 de diciembre, la firma del Protocolo de Alma Ata confirmó la desaparición de la Unión Soviética, y la bandera roja con la hoz y el martillo ondeó por última vez sobre el Kremlin.

El 25 de diciembre, Gorbachov dimitió, y con su marcha, la presidencia de la URSS quedó extinguida. Ese día, la historia cambió de rumbo de manera irreversible. La antigua superpotencia ya no existía y el mapa geopolítico del mundo se redibujó con rapidez. Lo que siguió fue una época de incertidumbre, no solo para las nuevas repúblicas independientes, sino para el mundo entero, que ahora debía adaptarse a un orden global sin la sombra omnipresente de la URSS.

El fin de la Unión Soviética no fue solo la desaparición de un país, sino el colapso de una idea. Un experimento político y social que, tras décadas de confrontación con Occidente, terminó sucumbiendo a sus propias contradicciones internas. Y aunque muchos en Occidente celebraron la caída del telón de acero, para millones de personas en el antiguo bloque soviético, el fin de la URSS significó una dolorosa y caótica transición hacia un futuro incierto. El coloso soviético, finalmente, se desmoronó, dejando tras de sí un legado de esperanzas frustradas, recuerdos de grandeza y la difícil tarea de construir algo nuevo a partir de las cenizas del pasado.